Uno de los problemas de las ideologías totalitarias es que consideran que desde ellas se puede interpretar todo el quehacer humano, especialmente cuando dicha ideología se pone en práctica desde el ejercicio del poder gubernamental. Desde esa óptica, les parece lo más natural del mundo que el ciudadano que llega al poder, por esa sola circunstancia, está ya en la posibilidad de decirnos a todos “qué hacer”, en “qué invertir”, “cómo, cuándo y dónde” utilizar nuestros recursos o emplear nuestro tiempo, qué debemos consumir, cómo debemos combatir la pobreza, qué debemos hacer para “vivir mejor”, en qué debemos creer y en definitiva, cómo debemos ser felices.
Los que viven, medran y creen en tales ideologías, sostienen que es posible ser feliz por decreto, y que desde sus escritorios pueden manejar la economía mejor que lo que lo puede hacer ese maligno “libre mercado”, pudiendo con sesuda clarividencia, advertir qué es lo mejor para los ciudadanos; razón por lo cual, no tienen ningún empacho en dictar normas que regulen la vida íntima y pública de estos.
En oposición a un sistema social libre o liberal que brota de los individuos y sus interacciones y acuerdos libres, todo sistema dirigista que nace de una ideología totalitaria y es impuesto de arriba abajo, presume que una mente o conjunto de mentes pueden conocer la verdad indiscutible de lo que es el “buen vivir” y la forma de conseguirlo. Este grupo de personas cree poseer una clarividencia tal, que sabe como invertir –mejor que tú- tus pensiones, o cómo deberías de utilizar tus excedentes económicos, y así actúan en consecuencia: emitiendo leyes restringiendo tu libertad, nacionalizando o cuasi-nacionalizando tus activos. Por ello, las ideologías totalitarias que creen que ellas poseen la verdad absoluta, pueden resultar a priori cándidamente atractivas: para algunas personas resulta tentador tener la guía de un líder mesiánico que nos diga -como si fuéramos niños- qué es lo que tenemos que hacer. El problema es que la gran sociedad no es una familia y los ciudadanos no somos ni actuamos como menores de edad. No queremos ser dirigidos como borregos, queremos que nuestra voz se oiga y nuestras decisiones –o aún nuestros errores-se respeten.
La última obra de Hayek, La Fatal Arrogancia, precisamente versa sobre esto. Muestra cómo todo socialismo de cualquier tipo, parte de la arrogancia de pretender saber en qué consiste la “felicidad” para los demás. Pero la historia nos demuestra que la felicidad por decreto generada por todo tipo de colectivismo sólo crea la más profunda de las infelicidades y catástrofes sociales que ha conocido la humanidad; si no lo creemos, hagamos un breve recorrido por la historia del Siglo XX, para darnos cuenta que los más grandes sufrimientos sociales ocurrieron precisamente en países que trataron de ser “felices” a la fuerza, creando “paraísos” por decreto.
Por ello, el mercado libre suele ser satanizado por los que le temen a la libertad humana. Tristemente esto es fruto de la arrogancia de quienes no entienden los procesos sociales libres y voluntarios y prefiere el orden dirigido por un ejército de burócratas, al orden espontáneo generado por la maravillosa mente humana.
El liberalismo es humildad porque admite que cada uno de nosotros no somos nadie para entrometernos en los planes de vida ajenos, mucho menos para planificarlos y dirigirlos. Yo no soy nadie para prohibir a otros consumir determinados alimentos o sustancias, formar una familia con este o aquel o establecer voluntariamente con cualesquiera otros estas o aquellas condiciones económicas en una transacción.
Dirigir las vidas de los demás es arrogante. Dejar que cada uno viva su vida y dedique íntegramente el fruto de su trabajo a lo que él decida, porque la felicidad es una búsqueda personal -como decía Aristóteles- y no un guión impuesto, es humildad. Y en esto reside uno de los grandes fundamentos del liberalismo, esa filosofía que compartimos todos aquellos que no obstante nuestra mucha o poca preparación académica, situación económica o nivel social, sabemos que no lo conocemos todo y que entre más conocemos, más somos conscientes de todo lo que ignoramos, por ello, el liberalismo es la filosofía de la humildad, esa que nos hace saber que respetar la libertad absoluta del “ciudadano de a la par”, es la base y fundamento del vivir en democracia.
Ser mercantilista no es ser liberal. Ser liberal es respetar, dentro del marco de la ley, la libertad absoluta de los demás, no solo en su proyección económica, si no como seres humanos. Es importante conocer la diferencia, ya que si de algo nunca debemos avergonzarnos, es de defender la libertad, de esa que arde como un fuego que no se extingue adentro de cada uno de nosotros.
*Abogado, máster en leyes.