Después de que Bowie y Prince estiraron sus tenis, me aventuré a las tripas de mi bodega en busca de un tesoro.
Resulta que coleccionar musicón era un pasatiempo de este adolescente. Con razón la librera de mi cuarto - 10 Saltex y 5 tablas, tenía más long plays que libros.
Kismet era el destino de mi mesada, con la que se multiplicaba mi colección. Con disco nuevo bajo el brazo, agarrábamos la 101 directo a la casa de uno de los primos a pasar, de disco a casete, las canciones favoritas.
Con altos decibeles, y de escondidas de los rucos, nos echábamos nuestras primeras Pilsener (con dos que tres jaloncitos de Delta), y este zurdo apuntaba el nombre de la canción y artista en el cartón del casete.
Cuando las palomas lloran era mi canción favorita del príncipe que recién se peló. Del Picasso del rock, Sir David Bowie, me fascinaban Aladin Sane, Low y Diamond Dogs.
Muy concentrado, escarbé mi bodega en busca de estas canciones de 1900 ayer.
Los Rolling Stones no logran la satisfacción, pero yo sí, al encontrar un tesoro musical grabado en discos de vinil, casetes y CD.
Al igual que Darwin, pienso que en la evolución de la música solo sobreviven los formatos que, como las especies, consiguen adaptarse mejor.
Lástima que no sobrevivieron los discos, que, además de música, eran verdaderas obras de diseño gráfico. Lo que pasa es que ocupaban espacio, se empolvaban y se rayaban.
Los casetes, superprácticos, en especial los que pasábamos horas grabando a la medida. Lo que pasa es que se aflojaban como calzón viejo, y había que buscar lápiz para enrollarlos.
Los CD todavía andan por ahí, pero se rayan más fácil que el vinil.
Ya no tan cipote, descubrí el Sony Walkman. En aquellos tiempos pre Apple (1982), era vendido como compacta maravilla. Veo en el retrovisor a este universitario, garrobeando en la playa, con el walkman - y galío, a todo volumen. ¡Con razón estoy algo sorbete!
Después del Walkman, vino el Discman, también de Sony. La misma idea, solo que con un CD en vez de un casete. Con ambos hacíamos el ridículo, gritando, en vez de hablar, cuando alguien interrumpía nuestro trance.
Del agrado de millones fue la estelar develación del iPod, por el rock star de la tecnología Sir Steve Jobs. La simpleza es belleza, resultado de persistencia y astucia, pensando diferente para dejar huella frecuente.
El iPod Classic, el mini, el nano, el shuffle, el touch, iTunes y el maravilloso iPhone. La teoría de la evolución en su máxima (por ahora) expresión.
Máxima expresión que hace accesible apps como Spotify, fuente de música digital, intangible e invisible, que no ocupa espacio físico, pero llena 100 millones de vidas, y contando.
No solo en Silicon Valley hay genios. Spotify nació, y está registrada, en Estocolmo, adonde la música es leña que calienta las almas invernales.
Con frío o calor, las almas mundiales usan Spotify para escuchar radio, su canción (o álbum) favorita, y playlists subidos por usuarios (no se pierdan Palpary).
Una vez escuchas tu selección, esta se guarda en algún escondite para que no consumas internet al volver a darle play.
Hay Spotify de choto, como le gusta a Will Salgado, gracias a la publicidad segmentada. Solo que don Will tiene un límite de uso de 10 horas mensuales, y no puede oír su elección más de cinco veces.
Hay Spotify pagado - $9.99 mensuales, sin publicidad, sin límites y con derecho a oír los lanzamientos antes que la grosa.
Yo tengo sangre ahuachapaneca, por lo que me cae publicidad. Bien vijeado me tienen, ofreciéndome Golden y 0 preocupaciones con Excel.
¿Y mañana? Veo bocas abiertas por la magia de la evolución musical. También veo una poderosa tendencia “back to basics”, en la que mi tesoro embodegado, primero Dios, rinda frutos.
Para salir al mercado, solo espero que pase a mejor vida el hombre (bueno, ni tan hombre) de los mil y un anteojos. Si usted es baby boomer y fanático de Benny & the Jets, aliste la chequera.
*Columnista de El Diario de Hoy.
calinalfaro@gmail.com