La posibilidad de un referéndum revocatorio del mandato del presidente Nicolás Maduro en Venezuela y de la destitución de la gobernante brasileña, Dilma Rousseff, como consecuencia de un juicio político entablado en su contra, es el resultado de la aplicación de mecanismos establecidos en sus respectivas constituciones y no la idea retorcida de un grupo de desestabilizadores.
La diferencia entre los dos episodios es que uno, el de Maduro, es el desenlace de una acción promovida por un grupo de ciudadanos interesados en consultar al resto de sus compatriotas si desean o no que concluya con anticipación el período para el cual fue electo como presidente. Mientras tanto, en Brasil, el procedimiento se gestó desde la institucionalidad, cuando una comisión especial de la Cámara de Diputados consideró que existían indicios para imputar a la presidenta un “crimen de responsabilidad” al presuntamente haber incumplido las normas fiscales, maquillando el déficit presupuestario.
Ya se ha señalado en este espacio de opinión que América Latina sustituyó, en la década de los noventa, los golpes de Estado y las rupturas violentas del poder político por un trámite legal que, además de contar con el respaldo de una determinada mayoría de diputados, tenía que cumplir con el debido proceso y principalmente evitar la manipulación de la voluntad popular representada en los Congresos. Adulterar la causa, esto es, imputar acusaciones falsas al mandatario sometido a un juicio político podría equivaler a un “golpe legislativo”.
Esta última es la excusa que aparentemente motivó a Venezuela y a El Salvador, lo mismo que al resto de países del “eje bolivariano”, a desconocer al gobierno interino de Brasil. Aunque la administración salvadoreña ha intentado “dulcificar” su error diplomático con explicaciones contradictorias de varios de sus funcionarios, la única disculpa válida será el reconocimiento de la legitimidad de la presidencia de Michel Temer.
En cuanto al revocatorio solicitado para dirimir la continuidad o remoción del mandatario venezolano, se trata de un “engranaje” jurídico que el fallecido Hugo Chávez incluyó en la Constitución de 1999. El mismo expresidente fue sometido a un referéndum de este tipo en agosto de 2004, en el que 40.64 % de los sufragantes, equivalente a casi 4 millones de ciudadanos, respaldaron el relevo del gobernante y un 59.1 %, es decir, un aproximado de 5 millones 800 mil personas votaron porque continuara en el cargo. Chávez no decretó estados de excepción y aunque no fue fácil para la oposición que el Consejo Nacional Electoral (CNE) aceptara la legalidad de los cientos de miles de firmas presentadas, la consulta se celebró y el impulsor del socialismo del siglo XXI consolidó su figura augurando su reelección para otros períodos adicionales.
América Latina está evolucionando hacia un tipo de democracia en la que los ciudadanos han elevado los estándares para considerarse satisfechos. Ahora exigen resultados y piden que la “legitimidad de origen” que adquieren los gobernantes en las urnas al ser electos por el voto popular de paso a una mayor “legitimidad de ejercicio” que se traduzca en beneficios concretos para la población. Las destituciones de Fernando Lugo en Paraguay, de Manuel Zelaya en Honduras, de Otto Pérez Molina y su vicepresidenta en Guatemala, así como las de otros mandatarios durante la década de los noventa en Ecuador, Bolivia, Paraguay y Brasil, confirman que, desde hace un buen tiempo, las sociedades avanzan hacia nuevas etapas en las que será, como bien lo resume Moisés Naim, más fácil adquirir el poder y mucho más difícil conservarlo.
Otra lección que nos dejan los casos de Maduro y Rousseff tiene relación con la política exterior. La complejidad de los problemas nacionales, el activismo cada vez más protagónico de las organizaciones civiles, y la aplicación del Derecho a casos como el guatemalteco o el brasileño, obligan a los países a revisar sus posturas cuando se presentan revocatorios o juicios políticos que trascienden internacionalmente. Aventurarse a desconocer la voluntad popular o los procesos de ley que impulsan cambios significativos en otros sistemas políticos puede generar nefastos precedentes perjudicando la cooperación y el encuentro de potenciales socios extranjeros. Peor aún si el rechazo a decisiones soberanas en diferentes Estados se debe a interpretaciones ideológicas y a dogmatismos partidarios.
*Columnista de El Diario de Hoy