Uber, en alemán, quiere decir algo así como el mero mero, la mamá de Tarzán. Estoy seguro que esa es la ambición de negocio del creador de una app con ese mismo nombre: Convertirse en la mamá de Tarzán de los taxistas.
Ser llamado taxista es el insulto más grande que le puede llover encima a Garret Cam, fundador de Uber Technologies. “Uber Inc., es una empresa internacional que proporciona a sus clientes una red de transporte privado a través de su software de aplicación móvil, que conecta los pasajeros, con conductores registrados… y bla bla bla”, continúa Wikipedia, el sabelotodo que habla hasta por los codos.
¿Que qué?
Menos mal debo cumplir lo que prometí en mi nota del sábado pasado: Contarles sobre Uber. Al igual que Airbnb, otro magnífico ejemplo de la economía colaborativa, sacándole el jugo a la tecnología.
Chiche. Bajás la Uber app, registrás tu tarjeta de crédito, firmás que entendés los términos y condiciones, y “ping”, te cae un cargo de $ 1, cuota de ingreso al prestigioso club de los que están en la jugada.
Mr. Uber necesita mi tarjeta para poder cargar las muchas carreras que me va a brindar, y así no tener que perder tiempo contando pisto. Esto no lo ofrecen los taxistas.
La primera carrera es de choto, con la infalible garantía ‘pruébanos, te va a gustar’.
Abro la app y presiono ‘Requiero un Viaje’. De inmediato aparece un mapa con mi exacta ubicación, y la app rastrea a los meros meros que andan a mi alrededor. “Ping”, suena y blinkea el más cercano.
Un Toyota Corolla, año 2012, color negro, placa tal, conducido por Sergio Ramírez. Ping, aparece la foto de Sergio, quien chatea: ‘Sr. Alfaro, buenas tardes, llego en 3 minutos’. Si lo deseo, puedo seguir el avance de Sergio en la pantalla.
En “Requiero un viaje”, hay que digitar la dirección del destino, de manera que luego de cerrarme la puerta trasera del Corolla, Sergio me enseña la ruta que nos recomienda Waze. Me informa que llegaremos en 42 minutos y me invita a relajarme.
Para ello me da a escoger CD, se asegura que la temperatura interior esté de mi agrado, me pasa un periódico y me regala agua y caramelo. Esto no lo ofrecen los taxistas.
Me zafo los zapatos, y cierro los ojos, para relajarme a ritmo de los Eurythmics. Here comes the rain again…
Me despido de Sergio y, ping, cae un mensaje para que marque las estrellas que merece la experiencia. Cinco.
Entre más estrellas, más prioridad tiene Sergio en afianzar carreras. Él también puede compartir con sus colegas comentarios sobre sus pasajeros. ¡Espero no me haya dejado fichado por el juelgo a requesón de mis patricias!
Resulta que Sergio estudia comunicaciones pero para poder comprarle el chicote a su pichona, está al pie del cañón de Uber unas 6 horas cada noche. En época de exámenes, simplemente se desconecta del app.
Como que el chicote va a ser cholotón, pues al chile, cae a la cuenta de Sergio, el 80% de cada carrera.
Lástima que, desde que nació en 2009, Uber solo ha logrado entrar a 300 ciudades en 58 países, a diferencia de Airbnb que, con solo un año de ventaja, ha conquistado 3,000 ciudades y 192 países.
La razón es que las cooperativas de taxistas del siglo pasado están luchando como gato panza arriba.
Nadie puede contra la economía colaborativa. Nadie puede contra los que están en la jugada. Señores taxistas: Mejor dejen de arañar a la mamá de Tarzán, mejoren su servicio y revisen sus tarifas.
En Airbnb podés conseguir valores agregados a la tarifa de un cuarto de hotel; en Uber, también. Un valor importante es la certeza de que no te van a dar baje pues la tarifa, propina incluida, es transparente y más barata que un taxi. Pero más importante es la paz mental, que voy a llegar seguro a mi destino, gracia a estrictos coladores para calificar como conductor Uberiano.
Ya llegaste a Costa Rica, mae. En nombre de El Salvador, ¡Uber, vení!
*Columnista de El Diario de Hoy.
calinalfaro@gmail.com