Recientemente, en estas mismas páginas de opinión, el Dr. Humberto Sáenz Marinero dejó constancia de la especial satisfacción que un certamen intercolegial de debates, protagonizado por estudiantes inteligentes y bien preparados, puede brindar a una audiencia ávida de estímulos intelectuales y cansada de esa confrontación barriobajera que en la actualidad ofrece la política nacional.
Aparte de sumarme al entusiasmo de Humberto, quisiera aprovechar su artículo para ampliar un poco más de qué hablamos algunos columnistas cuando hacemos referencia a la mala calidad del debate político salvadoreño. Porque si de algo está careciendo (y desde hace bastante tiempo) la opinión pública nacional, es de verdaderos polemistas. Por desgracia no abundan en el país personas con la suficiente formación cultural y humana para enriquecer a los ciudadanos a través del intercambio respetuoso de ideas.
De lo que rebosa nuestro ambiente político, más bien, es de incoherencias, insultos gratuitos y absolutismos ideológicos. En lugar de ocuparse de los argumentos expresados por el adversario, aquí los debatientes suelen convertir la polémica en un espacio para cruzar vituperios. Se olvidan de la verdad objetiva —meta última de cualquier debate de altura— y hacen que sus opiniones personales parezcan revestidas de propiedades inobjetables, no por haberlas contrastado con eficacia, sino por haberlas dicho con énfasis, ingenio o agresividad.
Cuando la pésima calidad de la polémica pública sirve para ocultar las propias debilidades o para manipular la realidad, los ciudadanos recibimos el peor de los servicios, no solo porque absorbemos mensajes confusos y podemos llegar a respaldar ideas nocivas, sino porque se nos despoja de oportunidades privilegiadas para ampliar nuestro bagaje cultural y pulir nuestro criterio.
Cuando, por el contrario, aparecen por ahí políticos o personajes de la vida nacional que saben expresar sus puntos de vista con buenos argumentos y, llegado el caso, se muestran capaces de refutar los argumentos opuestos con caballerosidad, elegancia y honestidad intelectual, quienes los escuchamos o leemos nos beneficiamos de un espectáculo único: el de la inteligencia humana en su fascinante e incesante búsqueda de la verdad.
En política, claro está, forman legión las cuestiones opinables. Pero cuando dos alternativas claramente opuestas sobre un tema específico necesitan obtener el consenso de la opinión pública, solo una de las dos posiciones estará más cerca de la verdad objetiva (o en estos casos, digamos, del famoso “bien común”). Controversias como la legalización del aborto, por ejemplo, no deberían depender de giros o énfasis discursivos, sino de la objetividad científica alrededor del origen de la vida humana y de los efectos epistemológicos que estos hallazgos implican. Solo así podemos estar seguros de quién lleva la razón cuando se presenta el aborto como una colisión de derechos entre el bebé y su madre.
Hablando de la calidad del debate, muy reveladoras se presentan las grabaciones y transcripciones que este periódico ha ventilado de las sesiones de Corte Plena en que se han discutido los informes de la Sección de Probidad, por el presunto enriquecimiento ilícito de varios exfuncionarios. Allí queda bastante claro quiénes de entre los magistrados de la CSJ tienen los argumentos más convincentes a la hora de debatir lo sustancial de cada caso.
Durante una de esas tensas sesiones, cierto magistrado dijo lo siguiente: “No puedo hacer un número que recoge una masa de acontecimientos, eso es engañoso. Da la impresión que ese es el monto que suma los indicios y es un poquito complicado para mí” (sic). No sé qué piense el lector de esta clase de intervenciones, pero hasta el gran “Cantinflas” podía haber envidiado la “elocuencia” del flamante magistrado.
Por supuesto, cuando no hay argumentos para defender una postura, lo que queda a los malos debatientes es retorcer las palabras, emplearlas mal o incluso vaciarlas de sentido. Todo con tal de salir airosos de la controversia. Pero así, lamentablemente, no sobresale nunca la verdad. Y la justicia, sin verdad, es una ilusión.
*Escritor y columnista de El Diario de Hoy