El domingo pasado vivimos la entrega de los premios Óscar. Una ceremonia con polémica previa, por la acusación de racismo al haber incluido entre los nominados solamente a artistas de raza blanca, y conducida por un comediante afroamericano, cosas de la Academia, que se permitió hacer algunos chistes acerca de su condición.
Sin embargo, más allá de ese detalle, el tema central de la entrega de los premios, como se deduce por los galardonados, fue más bien una celebración de la victimización.
Hagamos un repaso de los premios, empezando por la mejor película, “Spotlight”, que se centra en la lucha que libra un puñado de periodistas para investigar y publicar la verdad sobre personas víctimas de abuso por parte de sacerdotes. Una lucha contra los poderosos de la ciudad de Boston, que sacó a la luz cientos de delitos encubiertos por obispos, sacerdotes, abogados, policías, periodistas y políticos durante demasiado tiempo. Una historia, hay que decirlo, que era imprescindible contar para comprender mejor qué significa para los que la sufrieron, y evitar que se vuelva a repetir.
Sigamos con el Óscar a la mejor actriz: una joven, interpretada por Brie Larson, que secuestrada y sistemáticamente abusada por su captor, lidia durante la primera parte de la película con esa terrible condición, y en la segunda lucha a brazo partido con la depresión que le sobreviene después de escapar de su cautiverio, y enfrentarse con el mundo real.
Luego tenemos el Óscar al mejor actor: DiCaprio, que interpreta una historia de desolación y venganza, encarnando la vida de un cazador de pieles que es atacado por un oso y abandonado a su suerte por sus compañeros.
Incluso el premio al mejor documental nos habla de victimización, cuando retrata la vida de Amy Winehouse, una cantante y compositora que padeció de bulimia, drogadicción, auto daño, y abuso de alcohol… Coctel fatal que le lleva a la muerte.
También el actor y la actriz de reparto interpretan víctimas: el primero, un espía ruso capturado por el gobierno y usado como moneda de intercambio para rescatar norteamericanos en manos de los soviéticos; y la segunda, la esposa de una persona transexual que muere por complicaciones en una cirugía de cambio de sexo, víctimas a su modo de un mundo rígidamente binario en cuanto a cuestiones de género.
Todas estas víctimas merecen compasión y solidaridad. Sin embargo, más allá del apoyo y soporte, es casi imposible contemplarlos sin pensar inmediatamente en el victimario (y no valen únicamente culpables anónimos, tipo “el gobierno”, o “la sociedad”). Al ver sus desgracias, es necesario superar la inclinación sentimental a compadecerse sin más, y considerar las condiciones que han posibilitado su victimización; de lo contrario, quedaríamos moralmente paralizados por el horror y el dolor, amargados contra una cultura injusta, o cargados de odio contra unas instituciones que a nuestro criterio han propiciado la tremenda e injusta victimización de unas personas. Y poco más.
Esta entrega de premios es como una ventana de lo mucho que han cambiado los valores culturales. De celebrar al héroe, al luchador, se ha pasado a identificarse con la víctima; de proponer modelos positivos, nos ponemos al lado de los que sufren; aunque sea –en el más puro estilo de Hollywood– en un mundo de buenos y malos puros y duros, que incapacita al espectador para pensar, para actuar, para hacer la diferencia.
El cine no es la vida, podría argumentarse. Sin embargo, como la capacidad forjadora de cultura del séptimo arte es tan poderosa, pienso que vale la pena advertir que, ante una corriente de exaltación del victimismo, terminemos por creernos que la condición de víctima es la “normal” en nuestros tiempos, y perdamos ese espíritu de lucha e iniciativa que nos ha caracterizado siempre a los salvadoreños.
* Columnista de El Diario de Hoy.
@carlosmayorare