Dialogar es una necesidad humana, muestra de inteligencia y de capacidad para comprender que nadie es dueño en exclusiva de ninguna verdad. Dialogar nos enriquece, nos humaniza y nos permite vivir en sociedad, facilita llevar a cabo acciones en común.
En una sociedad plural, que cuenta con distintos intereses, perspectivas, propósitos y formas de captar la realidad, solamente con el diálogo –término que no debe ser confundido con la pura negociación-, es posible articular proyectos comunes y sumar fuerzas para alcanzar metas compartidas.
Si las relaciones humanas se fundamentan en el recelo, en la descalificación a priori del que piensa diferente, en la anulación del adversario político, ya no solo es imposible trabajar con quien piensa distinto: se compromete la convivencia misma.
La polarización es muestra inequívoca de cortedad de mente, y/o de grandes ambiciones. La división en facciones que intentan imponer su perspectiva de las cosas por la vía de la supresión del contrario, presupone un desconocimiento craso de la base común que compartimos todas las personas: la dignidad humana que se concreta en el ejercicio de las libertades.
Cuanto más tiende una sociedad a polarizarse, a refugiarse en los extremismos, queda más patente la necesidad del diálogo para la búsqueda de la concordia, de acuerdos que permitan luchar por valores y principios compartidos; cuanto más turbio es el panorama, más claro se ve que es necesario dejar de lado convicciones e intereses que impiden no solo la racionalidad, sino que, además, exacerban los sentimientos, rencores y prejuicios.
Dialogar y negociar son cosas distintas. En el diálogo se busca la avenencia, la conformidad, la unión. En el segundo se persigue el beneficio, el interés, la ventaja sobre el otro.
Cae por su peso que uno de los enemigos más importantes del diálogo, después de la estupidez, es la mentira; que invariablemente aparece cuando se piensa que parlamentar no es más que un elemento táctico, un recurso de corto plazo, útil para calmar las aguas y seguir navegando cada uno hacia su propio puerto, una estrategia válida para resolver coyunturas especialmente espinosas, pero poco más.
Mentira que aparece, con más frecuencia de la deseable, en sus distintas presentaciones: corrupción, hipocresía, difamación, calumnia, murmuración… Mentira que es una bomba de tiempo en las zapatas de la sociedad; que a veces tarda en estallar, pero que cuando lo hace, todo vuela por los aires. Mentira que es la principal enemiga de la justicia, y el obstáculo más importante para poder echar a andar proyectos comunes de convivencia.
El convencido de que en política, como en la guerra, se vale todo con tal de alcanzar el éxito, aparte de que demuestra poseer pobres entendederas…, está abocado irremediablemente al fracaso en el mediano plazo.
Lo que mal comienza mal acaba, reza el dicho popular cuya confirmación estamos viendo en las consecuencias de una tregua mentirosa (falaz por donde se vea), que a la vuelta de un par de años está bañando en sangre las calles del país, sembrándolas de cadáveres, provocando un desprecio tal por la vida que hoy se mata a una niña por un ramo de flores de pito, a un adolescente por meter un gol al equipo equivocado, a tu mismo padre por haberte regañado en público.
Suficiente daño nos ha hecho la mentira. Enormes estragos en el tejido social han causado la vanidad y la arrogancia. Demasiado odio corroe el alma de personas de todas las condiciones, de todas las edades, de toda procedencia. Hemos perdido, parece, la capacidad de dialogar. Hemos llegado a un estado en que se comprueba, tristemente, lo que enseña la historia tantas veces: cuando los hombres están decididos a recurrir a la violencia, es como una plaga, no hay modo de detenerla.
* Columnista de El Diario de Hoy.
@carlosmayorare