El régimen de excepción es la suspensión del goce y protección de ciertas garantías constitucionales.
Con 56 votos, la Asamblea Legislativa puede suspender provisionalmente: 1. La libertad ambulatoria; 2. La libertad de expresión; 3. La libertad de prensa; 4. La libertad de asociación; y 5. La inviolabilidad de las comunicaciones. Con 63 votos puede suspender: 1. El derecho a ser informado de los motivos de la detención; 2. El derecho a no declarar contra sí mismo; 3. El derecho a la defensa técnica (mediante un abogado); y 4. El límite de la detención administrativa por 72 horas.
Ese régimen únicamente puede ordenarse en casos de: 1. Guerra; 2. Invasión del territorio; 3. Rebelión; 4. Sedición; 5. Catástrofe; 6. Epidemia; 7. Alguna calamidad general; y 8. Una grave perturbación del orden público.
Últimamente algunos funcionarios han pimponeado la idea de un régimen de excepción ante la crisis de violencia que sufrimos.
Serán los diputados –no usted ni yo– quienes decidirán si se adopta esa medida. Pero nosotros, los ciudadanos, debemos reflexionar sobre la misma.
Debemos tener claro que el régimen de excepción supone otorgar una amplia discrecionalidad al Estado. Eso significa darle mucho poder a esos individuos y políticos que actualmente ocupan los cargos en las áreas de seguridad pública, justicia y en el ejército.
Si usted confía en esos individuos y políticos, y quiere sacrificar parte de su libertad para darles mucho poder, puede ser congruente que apoye un régimen de excepción. Pero si desconfía de ellos, resultaría contradictorio endosar su apoyo a la medida. El régimen de excepción es un instrumento válido. Pero es eso, un instrumento.
En el combate contra la delincuencia debe haber un plan. El régimen de excepción no es un plan, sino simplemente un instrumento del mismo. Sería irrazonable que los diputados otorguen amplias facultades a cierta autoridades desconociendo para qué pretenden ocuparlas. Y si bien es razonable que se mantengan reservados ciertos detalles y estrategias de un plan de seguridad, los ciudadanos debemos conocer cuáles son los objetivos claros y medibles del mismo, y las fechas en que estos pretenden alcanzarse. Así podremos evaluar resultados.
Y es que las políticas públicas –incluyendo la de seguridad pública– deben ser evaluadas por sus resultados, no por sus intenciones.
De manera que si 56 ó más diputados aprueban un régimen de excepción y este no rinde los resultados esperados, podremos fácilmente identificar el rostro de cada uno de los responsables de esa decisión –y particularmente de quienes la impulsaron con más entusiasmo– y cobrarles la cuenta en las próximas elecciones. Y si, por el contrario, se cumple con los objetivos previstos en las fechas indicadas, cada ciudadano podrá premiar al diputado con su voto. Finalmente hay que identificar trampas que pueden tendernos –deliberadamente o no– para seducirnos hacia el apoyo a un régimen de excepción.
Por ejemplo, no es cierto que esa medida es necesaria para restringir las visitas en los penales, o para evitar que ingresen teléfonos en esos recintos. El régimen de excepción es la suspensión de ciertos derechos constitucionales; y un derecho de los reos a recibir visitas, o a tener acceso a teléfonos ni siquiera existe en la Constitución.
Tampoco es una medida imprescindible para intervenir las telecomunicaciones y usarlas como prueba en un proceso judicial. Ahora, con la Ley Especial para la Intervención de Telecomunicaciones, eso ya se está realizando; y en muchos casos con bastante efectividad.
Problemas como esos existen, pero las barreras para solucionarlos no están en los derechos constitucionales; puede que estén en la corrupción, la incompetencia, o la desidia. Y esas barreras no se superan restringiendo sus derechos.
*Colaborador de El Diario de Hoy.
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