Acercándonos a las celebraciones pascuales

La Pascua trae grandes implicaciones para un creyente. En primer lugar, Cristo no está muerto, está vivo, ha vencido a la muerte, vive y reina sobre todo lo creado

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19 March 2016

La Pascua es la fiesta cumbre y la más antigua del cristianismo. Cambia de fecha cada año. Se celebra el domingo después de la primera luna llena del inicio de la primavera. Si la luna llena cae el próximo 23 de marzo, el día de pascua será el domingo 27. Los primeros cristianos la celebraban el mismo día de la “pascua judía” pero el Concilio de Nicea en el año 325 d.C. la separó. 

La “fe cristiana” adquiere sentido en los acontecimientos pascuales de la Muerte y Resurrección de Cristo. Es en la Pascua donde el nuevo pueblo de Dios adquiere su razón de ser, su plena libertad. San Pablo es enfático cuando afirma “y si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra predicación, y vana también vuestra fe”. Es una afirmación absolutamente esencial para el cristianismo.

La Pascua trae grandes implicaciones para un creyente. En primer lugar, Cristo no está muerto, está vivo, ha vencido a la muerte, vive y reina sobre todo lo creado. Es un misterio, es la verdad más trascendental de nuestra fe. San Agustín decía: “No es gran cosa creer que Cristo murió; porque esto también lo creen los paganos y judíos. La fe de los cristianos es la Resurrección de Cristo”. La alegría que produce este acontecimiento en un cristiano centrado en su fe, es impactante: El Señor y Maestro muerto en la cruz vuelve a la vida. Es la alegría que Cristo ha querido para los suyos y la comunica en abundancia.

Es una alegría que no todos la entienden. En nuestro entorno encontramos pluralidad de creencias religiosas, doctrinas esotéricas, indiferentismo frente a todo credo religioso. No tenemos que extrañarnos. Entre los mismos discípulos de Cristo estaba Tomás que quedó dudoso, asustado y perplejo cuando sus compañeros le contaron lo que había sucedido. No creyó hasta que vino el mismo Cristo resucitado y le dijo: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; ¡y no seas incrédulo, sino creyente!”. (Jn 20,27-28). Si esto le pasó a Tomás, le pasará también a muchos cristianos llenos de dudas, incertidumbres y desilusiones. Las dudas no son malas, lo malo es permanecer en ellas. 

Nuestra fe puede ser sometida a duras pruebas. Vivimos rodeados de dolor, de injusticias, de enfermedades, hambres y muertes violentas de niños, jóvenes y adultos. Frente a esta realidad, que nadie puede negar, muchos se preguntan y ¿dónde está Dios? En estos casos la incredulidad de Santo Tomás nos resulta útil. Recibió de Dios, y así lo ha transmitido a la Iglesia, el don de una fe probada por la pasión y muerte de Cristo. Una fe que estaba casi muerta pero que renació al contacto del dolor de su maestro. Esto ayuda a purificar las dudas y el falso concepto que se pueda tener de Dios. Nos lleva a descubrir su rostro auténtico: el rostro de un Dios que, en Cristo, ha cargado con las llagas de la humanidad herida. 

Tomás sigue siendo un gran aliento para el que tiene dudas en su fe. Sus creencias fueron probadas, su fe estaba casi muerta pero el amor victorioso de Cristo la hizo renacer. Solo un Dios que ha derramado su sangre por amor siendo inocente, es digno de fe. La adhesión a ese Cristo Resucitado fundamenta nuestra fe cristiana. 

*Sacerdote salesiano