El descontento al interior de la policía sigue creciendo y, en consecuencia, también el daño que potencialmente causará la explosión de la burbuja que alimenta. Las consecuencias progresivamente contaminarán la institución y será mucho más difícil rescatarla. El gobierno, lastimosamente, no ha atendido el problema de forma inteligente y genuina. Esto tendrá implicaciones complicadas para la seguridad pública en El Salvador.
El descontento policial no es nuevo. Las condiciones de trabajo de los policías por años han sido malas, el trabajo excesivamente estresante y peligroso, y las compensaciones por el sacrificio en extremo insuficientes. Cosas básicas como baños dignos y camas cómodas son infrecuentes en las delegaciones y unidades policiales. El temor por ser identificado como policía y la intranquilidad que sus familias sean agredidas por pandilleros, por otro lado, son el pan de cada día para los policías.
Es admirable el temple y coraje de los policías para levantarse todos los días, cansados y desmotivados, ponerse su uniforme y equipo, salir a las calles y dedicar su día entero a servir a la ciudadanía arriesgando su vida. Resulta fácil trazar la secuencia de cómo vivir en ese mundo, sentirse olvidado y percibir que su trabajo no es reconocido, puede llevar a algunos policías a bajar la calidad de su trabajo o, en algunos, hasta a desviarse a un camino oscuro, en el que la corrupción y el delito les parezca justificable.
Los salvadoreños, en general, se indignan al escuchar que políticos o funcionarios han hecho tratos con grupos criminales o a diputados vendiendo, con su ya trillado discurso, que “acuartelar” a los policías es la solución mágica que resolverá de tajo la crisis de inseguridad en la que está sumergido el país. Este sentimiento, sin embargo, es aún más fuerte entre los policías, ya que dedican sus días completos y hacen sacrificios inimaginables por velar por la seguridad de la ciudadanía. Ver cómo el sector político antepone intereses partidarios y personales sobre la seguridad ciudadana, cuando ellos arriesgan hasta su vida y la de su familia, ha de ser en exceso frustrante para los policías.
Las condiciones de trabajo y la remuneración de los policías han sido temas históricamente olvidados por el gobierno. Ha habido esfuerzos aislados para mermar las críticas relacionadas a la temática, pero nada lo suficientemente sustancial como para eliminarla por completo. Durante los últimos años, no obstante, la situación se ha complicado aún más. El Estado no solo sacrifica el sueldo y las condiciones de trabajo de los policías, sino que desde el 2012 utiliza las vidas y las de sus familias como ficha de negociación en el pacto propiciado con las pandillas durante la administración de Mauricio Funes.
Gracias a los arquitectos y activistas de la negociación con cabecillas pandilleros, los policías, además de ser mal pagados y trabajar en condiciones adversas, ahora tienen que preocuparse por no ser asesinados por grupos criminales o que sus familias sean victimizadas.
Lógicamente, su nivel de frustración es aún mayor. Las consecuencias de no ser remunerados adecuadamente o contar con condiciones de trabajo apropiadas, por lo tanto, han crecido. La sensación de abandono e indiferencia ha aumentado y, con ello, la motivación para desviarse a caminos oscuros.
Lógicamente, el movimiento al interior de la policía ha tomado fuerza y se ha manifestado de diferentes formas. El gobierno, en lugar de tomar esto como señales de alarma que advierten sobre una crisis futura mucho más complicada dentro de la policía, han atendido el problema de forma poco inteligente, penalizando a los policías que se han convertido en los interlocutores de sus compañeros. El abordaje del descontento policial debe de cambiar y convertirse en prioridad.
*Criminólogo
@cponce_sv