La palabra que mejor la define es “lealtad”. Esa alta cualidad que marca la diferencia entre las personas que dicen que te aman y las que realmente te aman. Esas siete letras que marcan la enorme distancia entre lo falso y fugaz y el lazo indestructible del amor más allá del paso de los años.
No hablo aquí de fidelidad. Esa, es una palabra que siempre me ha parecido perruna. Vocablo con cierta evocación a cadenas y a la traición a la fantasía como parte de la naturaleza humana. Pelearse con la naturaleza humana, que no con los bajos instintos de lo bruto y lo vulgar, es pelearse con Dios. Doy gracias pues por el don de la fantasía, la imaginación de fuego que me hace placentero mi pasión por escribir.
La conocí a Mirza, precisamente gracias a la fantasía. La soñé tantas veces antes de conocerla en carne y hueso. Raquel, mi mamá, me había descrito a la mujer de mis sueños. Ella tampoco la conocía, pero la adivinaba. “Que sea delgada, morena clara, discreta, inteligente, culta. Que hable cosas interesantes y sobre todo que siempre esté a tu lado cuando más la necesités. Leal, pues.
Lástima que Raquel, la de los ojos miel, no llegó a conocerla nunca. O quizá sí con los ojos de la imaginación, porque fue de ella de quien heredé ese don de la fantasía o ese maleficio según las creencias de cada quien. O quizá nos esté viendo con una sonrisa en este momento desde algún lugar en donde las almas buenas se juntan para pasarla bien y esperar a los suyos. O al menos eso es lo que quiero creer.
Como ya lo conté una vez, a Mirza, que andaba en cosas de alta peligrosidad, se la llevó la policía política. Se hizo pasar por chica mala para evitar el brutal interrogatorio. La dueña del lugar donde dijo que amaba por dinero, fue llevada al día siguiente por los agentes secretos. Y la madama dijo, que sí que la conocía. Y milagrosamente le salvó la vida. A esa señora, que no conozco, ni conoceré quizá porque de eso hace más de tres décadas, le debo esta mujer, y estas hijas y este nene nuevecito que me vino a renovar la vida.
Supe de Mirza a principios de los ochenta. Oí hablar de sus cualidades. De su carácter noble y de su inteligencia. Pero yo estaba en un frente de guerra. Hasta que casi una década después de soñarla tantas veces, de imaginar nuestras conversaciones, su voz y su mirada; la conocí en persona. Y era exactamente igual a mis sueños y a la mujer que Raquel me había descrito.
Un día me armé de valor y le pedí que me quisiera. Muchos de los compañeros me dijeron que ella jamás, por mi díscola manera de ser, me aceptaría. Pero contra todos los pronósticos, luego de cantarle con horrible voz pero con sinceridad muchas canciones, llevarle flores y leerle poemas de Neruda, Vallejo y García Lorca, me dijo que sí. De eso hace casi tres décadas. Y cuando terminó aquella pesadilla de la guerra nos unimos para construir juntos algo hermoso: una familia.
He podido, como todos, hacer las cosas mejor. Pero he caído como pocos, y me han golpeado esos latigazos que dejan surcos en el alma. He pagado el precio doloroso de cada error que he cometido. Pero ella, Mirza, esta mujer de Dios sin aspavientos, siempre ha estado allí para salvarme y ponerme compresas de amor en el alma herida. Es el primer rostro que veo cuando abro los ojos. Y esa mirada dulce es el mejor aliciente para derrotar demonios, salir más fuertes y aprender juntos cosas nuevas.
Gracias Mirza por hacerme crecer. Por ayudarme a espantar los peores fantasmas. Por la magia de no aburrirnos nunca, de emprender siempre, de vivir cada día como si fuese el primero. Por perdonarme tantas veces. Yo no tengo nada que reprocharte ni perdonarte. Solo decir que eres gigante, noble. Lealtad es tu mejor virtud. Viviremos con certeza, como dijo Pablo, la eternidad de un beso.
*Columnista de El Diario de Hoy