Las aventuras de Firuláis

Los políticos pasan a la par de Firuláis y ni siquiera lo notan. Es un chucho tan pobre y humilde que es prácticamente invisible ante sus ojos, tan invisible como lo es el pueblo del que solo se acuerdan cuando están en campaña.

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Por Max Mojica

22 May 2017

Firuláis es un perro aguacatero, color café claro indefinido, con parches blancos aquí y allá; su cola arqueada nace de su parte trasera y se curva hasta casi tocar su espalda; su hocico es afilado y sus ojos son vivaces, casi hablan. Todo su físico lo delata: es un perro callejero más común que una gripe de verano.

Nadie lo escogería a él en una tienda de mascotas. Nadie hubiera puesto un anuncio clasificado para venderlo cuando era un cachorro. Firuláis nació en algún rincón de la ciudad. Su venida al mundo fue prosaica, su perruna madre lo cuidó por puro instinto y lo abandonó tan pronto supo que podía valerse por sí mismo. Fue uno más de los miles como él, nacidos en la calle y para la calle. Sin pasado y sin futuro, solo propietarios de un árido presente.

Cuando cachorro, si tenía suerte, conseguía algo para cenar sólo si Doña Mari, la del chalet, le tiraba una tortilla más dura que la conciencia de un político o un hueso más pelado que el Presupuesto General de la Nación. Firuláis lo cachaba en el aire, cualquiera diría –al ver la pirueta cuando cachaba el mendrugo- que era un integrante del Cirque Du Soleil.

Cuando creció, Firuláis andaba por las calles de San Salvador paseando su nervudo cuerpo, tan flaco que hubieran podido tocar marimba con sus huesos. Era un chucho vago: tan pronto estaba echado plácidamente a la sombra de un palo de mango en el parque de la colonia Yumuri, como husmeando por algo de comer en los basureros de los restaurantes gourmet de la colonia San Benito. Firuláis es la prueba viviente que cuando sos suficientemente insignificante, pasas desapercibido casi por todos lados, así tal cual, como esos funcionarios segundones que prefieren no contradecir al partido de gobierno con tal de no perder su puesto invisible y prácticamente vitalicio, en alguna dependencia del Estado.

Firuláis no necesita 7 vidas porque sabe cuidar la única que tiene. Sabe que le conviene mantenerse alejado de los lugares dominados por el crimen organizado. Él sabe que en esas zonas, ni los chuchos aguacateros se salvan. No es que Firuláis sea clasista, nada que ver, pero prefiere vivir su perruna existencia en las colonias más tranquilas de la ciudad, suficientes sustos pasó ya con las balaceras que se arman en las zonas dominadas por las maras. Fruto de esas aventuras, es su oreja derecha rasguñada por un balazo.

Firuláis sabe que por mucho que prometa el gobierno, esas zonas les pertenecen a los criminales y punto. Echado en la acera, ve cómo regularmente entran en ellas los policías y militares, ataviados como que estuvieran preparados para una invasión a Alepo, como ingresando a un territorio controlado por el enemigo. El chucho los ve llegar y el mismo chucho los ve partir. Firuláis no es ningún analista político, pero sabe que algo anda mal, que el Estado no tiene ninguna medida coherente a largo plazo para brindar seguridad real en esas zonas, por eso mejor se alejó de una vez por todas, como todo chucho sin dueño, a lugares menos peligrosos para su perruna integridad.

Firuláis ha vivido bajo los gobiernos de ARENA y bajo los gobiernos del FMLN; jadeando con la lengua de fuera, el chucho se pregunta ¿qué cambió realmente en este país para los más pobres? Echado bajo la ceiba que sustituyó al palo de hule afuera de la Asamblea Legislativa, Firuláis ve con sus ojos vivaces de chucho aguacatero, a los diputados de uno u otro partido, entrando en esos tremendos carrazos pagados por los impuestos de todos, con los botones de sus trajes a punto de reventar como efecto secundario de su “buen vivir”; y por más que reflexiona -utilizando todas sus perrunas capacidades- nunca ha podido distinguir a qué partido pertenecen. Para él, todos se ven iguales.

Por su parte, los políticos pasan a la par de Firuláis y ni siquiera lo notan. Es un chucho tan pobre y humilde que es prácticamente invisible ante sus ojos, tan invisible como lo es el pueblo del que solo se acuerdan cuando están en campaña. Firuláis representa los siglos de pobreza que ha vivido El Salvador, que han vivido nuestros hermanos salvadoreños más humildes, quienes han sido vilmente instrumentalizados únicamente para ordeñar de ellos sus votos o su sangre para las revoluciones –según lo demande la ocasión-; pero cuya situación real nunca ha cambiado, sea quien sea que gobierne.

Firuláis está cansando, cierra sus caninos ojos para echarse una siesta. Al despertar, si pudiera hablar, nos diría que soñó con un mejor El Salvador. Se va trotando de la Asamblea para buscar algo de comer, no sin antes dejarle un líquido recuerdo en la llanta de la camioneta todo terreno de un diputado.

*Abogado, máster en Leyes.

@MaxMojica