A la hora de la misa en la catedral de Canterbury el 29 de diciembre del año 1170, Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, dijo a su secretario, el erudito Juan de Salisbury, que ya era hora de la misa y que tenía que abrir las puertas de la catedral para que entraran los feligreses. Juan le replicó que había cuatro caballeros, enviados por el rey, que habían llegado para matarlo y que debería dejar las puertas cerradas con llave. Pero Thomas ordenó dejarlas abiertas de par en par y los caballeros armados entraron estando los feligreses en misa.
Cuando Thomas murió martirizado por órdenes del rey (en la metáfora de Lucas de Penna, citada arriba, el rey es el esposo del Estado y el arzobispo representa a la Iglesia Católica, esposa del pueblo de Inglaterra) al ordenar dejar las puertas abiertas, Juan de Salisbury, sombra intelectual del futuro santo, comentó a Thomas: “Plazca Dios que ha escogido bien”. Juan era testigo presencial del martirio de Thomas.
Así ocurre la culminación de un período en la historia de Europa cuando el arzobispo y los obispos de toda Inglaterra ya no ayudaron al rey a defender los intereses del gobierno. Los obispos se mantenían firmes en su apoyo a Thomas Becket cuando éste demandó que el rey entregara a los “criminous clerks” (clérigos que habían cometido un crimen) a las cortes canónicas de la Iglesia porque, según el Derecho Canónico, solo la jerarquía eclesial podía enjuiciar a clérigos de todos rangos por cualquier crimen que hubieran cometido. El rey Enrique se negó a entregar a los presos en cuestión a las cortes canónicas de la Iglesia.
Juan de Salisbury, el erudito intelectual más resplandeciente del Vaticano, de Francia y de Inglaterra había tomado parte activa en las largas disputas entre Thomas Becket y el legado papal en Inglaterra; el rey Enrique II de Inglaterra, consideraba que Juan era un agente papal en su contra y esto fue lo que motivó que Juan huyera al exilio en Francia cuando era claro que su vida corría peligro por la desconfianza del Rey.
El Rey acusó a Becket de mal uso de fondos de la corona cuando, antes de ser arzobispo, fungió como Canciller. El Príncipe (léase, en este caso, Enrique II de Inglaterra) lo acusó de alta traición. Es que la dote del príncipe laico (es decir Enrique II, rey de Inglaterra) era el erario de su esposa, el Estado de Inglaterra: y así como en un matrimonio regular, el fisco era la dote de la república en el matrimonio y Lucas de Penna, el jurista, explica que un esposo podía utilizar la propiedad de su esposa, el estado, pero no podía disponer de la dote en venta o regalo.
El Derecho Canónico incluye como deber del rey, mantener la inalienabilidad del Estado, en la metáfora utilizada más tarde por el magistrado de la Curia de Nápoles en la que se refiere a la propiedad fiscal como la dote del Estado. El Rey trasladó la culpa y acusó a Becket de manera falsa.
Como los cargos contra Becket eran falsos y constituían un velo para encubrir el odio de la corona contra el Arzobispo, el Papa Alexander III, quien también se opuso a la injerencia del Rey en los derechos y privilegios de la Iglesia, puso a Inglaterra bajo interdicto (es decir, que no se puede celebrar ninguno de los siete sacramentos) y reconfirmó la excomunión del rey Enrique II, que Thomas Becket cuando era Arzobispo había ordenado.
En última instancia, era el rey Enrique que tenía que hacer penitencia pública por haber ordenado el asesinato del mártir. Tuvo que pararse en ropa interior sin zapatos en la nieve ante el palacio papal durante tres días, esperando una audiencia con el papa para pedir perdón. Tenía que aguantar latigazos de los obispos y los monjes en su espalda desnuda, además de pasar una noche de vigilia en la tumba de Becket.
De igual manera, casi 400 años más tarde, Tomás Moro, canciller del Reino de Inglaterra y santo inglés, se negó a firmar el Acto de Sucesión que nombró al rey Enrique VIII, en 1535, como jefe de la Iglesia de Inglaterra (rompiendo las relaciones eclesiales de Inglaterra con Roma). Moro, en el espíritu de Becket y Juan de Salisbury, sostuvo la Iglesia en su separación del Estado y negó el derecho del Estado laico (gobierno de Enrique VIII) a tener injerencia en asuntos eclesiales.
En todo eso, Juan de Salisbury era activo en la defensa de Becket tanto en lo relacionado con la injusticia, la persecución y el martirio en su contra como en su canonización. Era la sombra fiel, el intelectual, el secretario y el apoyo del santo en su ardiente defensa de la Iglesia contra la injerencia del Estado laico en sus asuntos.
En eso, Juan de Salisbury, en el siglo XII, demuestra algo importante en la teología política de la época. Escribió mucho, pero su obra más reconocida y estudiada en las universidades del mundo hasta hoy, es el Policraticus: de las frivolidades de cortesanos (miembros del gobierno como, por ejemplo, ministros, etc.) y los huellas de los filósofos (1159), considerado como el primer trabajo de teoría política escrito durante el medioevo latín. La obra incluye también sátira, teología moral, procedimientos legales, consolación y comentarios bíblicos. Es la memoria escrita de uno de los más intelectualmente destacados burócratas, teólogos, cortesanos y filósofos de Europa. En todas sus obras, Juan hizo el intento de fusionar fuentes clásicas (como los griegos y romanos) con valores cristianos para demostrar la consistencia entre la filosofía moral y la moral de la Iglesia.
En su esfuerzo de ilustrar como era una sociedad justo aquí en la tierra, es claro que Juan argumenta que los deberes temporales y laicos de los príncipes no deberán injerir en el mundo canónico de la Iglesia. La separación era de la esencia, y la Iglesia pudiera instruir al gobierno en asuntos como son descritos en el capítulo 10 del Policraticus: “¿De cuál utilidad pueden adquirir los príncipes en la cultivación de la justicia?” O en el capítulo 7 de la misma obra: “¿Cuáles cosas malas y cuáles cosas buenas pueden ocurrir a los súbditos como resultado de los príncipes; y los ejemplos de algunas estratagemas para reforzar la moral de los príncipes?”. Temas modernos. Al fin de tanto, las obras de Juan de Salisbury logran hacer la modalidad de análisis filosófico más accesible e intelectualmente respetable a su audiencia de aprendices medievales. Los asuntos públicos, nos declara Juan, no son necesariamente corruptos, pero en todo caso deben ser separados del reino eclesial de la iglesia, donde también, dice, son necesarias unas correcciones en el comportamiento moral. El ejemplo siempre es de Cristo y la Iglesia como un matrimonio: y el príncipe (el gobierno laico) como esposo del Estado.
Subyacente en estos argumentos, se puede percibir la larga historia de la Doctrina de las Dos Espadas del Papa Gelasius en el siglo V, quien argumentó que el gobierno tiene una espada para mantener orden, y la Iglesia tiene otra por la misma razón. No son la misma espada: son distintas.
Cuando el poder laico martirizó al Arzobispo, Juan dibujó una línea en la arena para mantener el poder político del gobierno civil a raya y salvaguardar el reino de la Iglesia intacta contra la injerencia del Estado. Lo mismo hizo
Tomás Moro, santo inglés, y ahora Santo Patrono de los Estadistas. FIN