Han pasado 35 años, pero Esperanza Argueta no puede evitar conmocionarse al recordar la primera vez que expuso su vida para salir de Perquín, Morazán, en busca de comida para sus vecinos, en medio de los cruentos combates entre la guerrilla y los militares.
En febrero de 1982, en casi todos los negocios del municipio —que era considerado “la capital de la guerrilla”— los alimentos y demás productos básicos se habían escaseado.
Aunque se pasaba mucha hambre, el temor o la falta de recursos económicos impedía que alguien tomara la iniciativa para ir a conseguir víveres a otras zonas.
Ver “a su gente” pasar necesidad, hizo que Argueta, ahora de 66 años, le pagara 120 colones a un vecino para que la llevara en un camión hasta Torola, de donde es originaria.
El hombre accedió, pero le aclaró que hallaran o no provisiones debía pagarle el viaje. Ella aceptó el trato.
La pequeña comerciante, que es considerada por quienes le conocen como una mujer solidaria, valiente y decidida, confiaba en que en su terruño encontraría la comida que tanta falta hacía en el pueblo.
Algunos allegados le advertían que no fuera porque era peligroso. Otros trataban de desanimarla diciéndole que no hallaría víveres, porque ese lugar era más “quemado” que Perquín y habría más escasez, pero no les hizo caso.
“Siempre he sido creyente de Dios y llevaba un montón de sacos para traer las cosas, pero los llevaba por fe, iba con una gran confianza y optimismo...”, cuenta mientras ve a dos mujeres moldear la masa que sale del molino que ha instalado a la entrada de su pequeña tienda.
La señora narra que cuando los comerciantes de la plaza de Torola vieron acercarse el vehículo se regocijaron porque por fin venderían.
“Lo único que conseguí fue maicillo, arroz, pan de torta, queso y requesón. Cuando venimos la gente estaba haciendo cola, esperándome, también por fe”, cuenta entre lágrimas.
En los meses siguientes siguió viajando a Torola en busca de alimentos, hasta que en uno de esos recorridos se le acercó una mujer a pedirle que la llevara en el vehículo a Perquín.
Argueta —quien considera que nunca se debe negar un favor, porque uno alguna vez puede necesitar ayuda— la llevó sin cobrarle.
En el trayecto, unos guerrilleros les salieron al paso y le pidieron que les vendiera comida.
“Tuve que hacerlo porque en ese tiempo uno tenía que acatar lo que decía un bando y otro (los guerrilleros o los soldados)”, relata.
Tres días después, llegó un informe a las autoridades de la zona que decía que Argueta era guerrillera y debía ser capturada. Fue entonces que comprendió que la mujer a la que creía haber ayudado en realidad era una “espía”.
“Decían que yo andaba trabajando para la guerrilla, pero no era cierto; yo lo hacía para mi pueblo...Gracias a Dios pude servirle a esta gente lo más que pude”, dice exaltada.
Esperanza recuerda que como “no le debía nada a nadie” y las acusaciones contra ella eran falsas, estaba decidida a volver.
Fueron los ruegos de sus familiares que vivían en Torola lo que la frenaron, pues le contaron que en el pueblo se decía que si ella volvía la capturarían o matarían.
La otra vez que la comerciante se salvó de ser detenida fue por la intervención de varios residentes de Perquín, algunos eran sus vecinos y a los demás no los conocía.
Todos retornaban a casa desde San Miguel. Esperanza había ido a comprar comida y otra mercadería; entre los comprados llevaba una libra de algodón “para vender los poquitos por cinco centavos”.
En el camino, unos militares detuvieron el autobús para hacer un registro. Cuando a la mujer le descubrieron el algodón, un oficial ordenó que la aprehendieran (porque creyó que podía ser colaboradora de la guerrilla) y que dejaran ir al resto de personas.
Como en el pueblo Argueta se había ganado el respeto de la gente, ningún pasajero aceptó marcharse de la zona sin ella. Más de dos horas después, por la presión de los pobladores, a los soldados no les quedó más que liberarla.
Discriminados por ser “refugiados”
La noche del 12 de octubre de 1982, todos los municipios de Morazán fueron tomados por la guerrilla y sobrevivir ahí era un reto.
El esposo de Esperanza había enviado, meses antes, a sus tres hijos a donde unos familiares en San Salvador, mientras que la pareja se resistía a dejar sus bienes en oriente.
En noviembre se debieron marchar a San Miguel. Cruzaron la frontera con Honduras y luego retornaron por La Unión, pues el trayecto más corto estaba minado y era zona de batalla.
Ese día perdieron todo lo que con sacrificio obtuvieron en 20 años de trabajo. Solo se llevaron la ropa que tenían puesta, sus documentos y un poco de dinero. Al llegar a San Miguel alquilaron una pieza y empezaron de la nada.
“He sido una mujer de coraje, mi trabajo lo llevaba en la mente y empecé a coser vestidos para venderlos por docena”, cuenta la señora.
Los días en esa ciudad no fueron fáciles, sobre todo porque por mucho tiempo fueron mal vistos por sus vecinos, quienes los llamaban “refugiados”, por haber llegado desde “la capital de la guerrilla”.
Esto cambió en 1989, en lo más álgido de la ofensiva armada, cuando el temor llevó a los dueños de la mayoría de negocios a cerrar. Argueta abrió una pequeña tienda y en medio de las balaceras salía a buscar comida para ayudar a sus vecinos.
“Yo iba de donde asustaban, así que con un carretón y dos banderas blancas salía con mi esposo a comprar para venderle a quienes tenían niños que pasaban hasta tres días sin comer. Las balas nos pasaban cerquita”, narra con voz entrecortada.
A empezar de cero
En 1993, doce años después de haber salido de Perquín y tras la firma de los Acuerdos de Paz, Esperanza regresó a casa y lo que encontró fue un “pueblo fantasma”. Muchas viviendas estaban destruidas; otras, como la suya, habían sido usurpadas, y muchos amigos o conocidos habían muerto durante la guerra.
Para poder recuperar su casa, la comerciante ofreció regalarle a la familia que se la había apropiado un pequeño terreno. Después, en medio de la ruinas, hicieron un culto religioso para agradecer por haber sobrevivido al conflicto armado y haber retornado al hogar.
“No tocó más que ser fuerte y valiente, porque aquí no había ni una mesa, ni un huacal en donde tomar agua... Pero dice el salmo: ‘Joven fui y he envejecido y no he visto al justo desamparado, ni a su descendencia que mendigue pan’. Eso me dio la fuerza para empezar y mire, hasta este día, Dios no me ha desamparado”.
Esperanza ayudó a saciar el hambre en medio de las balas
Durante el conflicto armado, cuando la comida escaseaba en Perquín, Morazán, una comerciante arriesgaba su vida para conseguir víveres en otras ciudades y luego revenderlos a sus vecinos
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Esperanza Argueta
02 February 2017