Nací en 1988 y no tengo un solo recuerdo del conflicto armado salvadoreño. Durante mi infancia noventera, El Salvador que conocí era muy distinto al que ahora conozco. Las casas no tenían portones y las colonias eran abiertas, sin barreras metálicas ni hombres armados. La vida era jugar y estudiar y la Navidad llegaba con una nube de pólvora y de ruido imparable. No se escuchaban balas, las guerras sólo se peleaban con silbadores y las únicas metralletas estallaban en el suelo, bajo papel rojo y a la medianoche del año nuevo. Ese era El Salvador que conocí.
En aquel país había amor en el hogar y pan en la mesa. No es que mi familia haya sido acaudalada o perfecta, sino que con todo y sus altibajos --económicos o emocionales, como en todas las familias-- tuve la dicha de nacer y crecer entre dos padres maravillosos. Pero esta percepción del "país feliz" comenzó a desvanecerse cuando la ingenuidad irracional de la niñez cedió ante la curiosidad racional de la juventud.
El país que ahora conozco es la historia de personas ingeniosas y valientes que, tristemente, fueron superadas por la corrupción y la torpeza de unos pocos, como todavía sucede. Si bien es una historia con casos admirables de iniciativas individuales --en lo público y en lo privado-- también es la historia del mercantilismo, del amiguismo, de la impunidad y de la miopía a la hora de gobernar… Y en esta historia, mientras algunos niños sólo nos preocupábamos por hacer la tarea y jugar con la imaginación, otros abandonaban la escuela para sobrevivir. En algún momento pudimos haber compartido la pelota, los volcancitos o el control del Nintendo, sin saber que las realidades socioeconómicas enviarían a los más afortunados a las aulas y a los menos afortunados al trabajo infantil o, en el peor de los casos, a la delincuencia organizada.
Con esto no intento descifrar las causas de la pobreza y la violencia, que exige un análisis profundo de otras variables. De hecho, hay quienes, en entornos desfavorables, salen adelante con perseverancia y creatividad; y quienes, pese a las numerosas oportunidades que tuvieron, eligen caminos equivocados. Lo que este espacio de opinión intenta es llamar a la conciencia de aquellos que, por encontrarnos en una situación privilegiada, podemos cambiar esta Patria de hambre y sangre. ¿Cómo hacerlo? Primero: informarse constantemente de diversas fuentes. Segundo: formar un pensamiento crítico --y autocrítico-- que se aleje de ese fanatismo tan mediocre y tan dañino. Tercero: organizarse desde cualquier trinchera (partidaria, ciudadana, profesional, empresarial, académica, familiar, artística, religiosa, deportiva, en comunidades en el exterior, etc.), según las posibilidades y circunstancias de cada quien. Y cuarto: unirnos. La unión no empieza por los temas más complejos --como la forma de recaudar e invertir el dinero público, por ejemplo-- sino en los más obvios: funcionarios controlados y no entronizados, jueces independientes y no serviles, ciudadanos comprometidos y no indiferentes.
Si todavía no nos convencemos, pensemos en esos niños salvadoreños que cruzan la frontera solos y expuestos a cualquier peligro... Porque ese, estimados lectores, es un El Salvador que ningún ser humano debe conocer en su vida.
P. D.: Por motivos de estudios, este espacio de opinión es ahora mi principal trinchera desde el extranjero. A mis colegas profesionales, compañeros activistas y demás amigos con quienes hemos compartido sueños, desvelos, ideas y batallas, les agradezco por lo realizado en estos últimos años y los animo a persistir en esa apasionante y necesaria lucha de transformar esta tierra en que nacimos --nuestro querido Pulgarcito-- en un lugar más feliz.
*Colaborador de El Diario de Hoy.
@guillermo_mc_