Espejo del alma

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07 marzo 2014

Mañana iremos a votar, otra vez. Hace unos días alguien "tuiteó": "Anoche soñé que había tercera vuelta… ¡Fue horrible!". Creo que es comprensible, pues a decir verdad ya estamos un poco --quizá un mucho--, hartos de propaganda, cancioncitas, bravuconadas, no-declaraciones, demandas reales e incoadas, discusiones en el trabajo, en las reuniones sociales; y cansados de analistas improvisados, politólogos de salón, gente "bien informada" que presume de lo que no sabe, rumores, chismes… y un profuso etc.

Se ha hablado mucho de política en estos meses, y a fin de cuentas, hemos terminado agotados de tanto temor-amor: temor porque nos imaginamos, y actuamos y hablamos en consecuencia, que si gana "el otro" todo colapsa; y amor porque la fantasía nos lleva a creer que A o B tienen en sus manos la solución de todos los problemas. Más aún, nos comportamos --porque lo sentimos así-- como si el candidato de nuestros amores, supongamos A, tuviera en sus manos la solución para la madre de todos los problemas: la existencia misma del candidato B, y somos tan simplistas que parecemos obedecer a un patrón de comportamiento con una dinámica tipo "A mata B" (y viceversa), cuando en realidad si ganara A no desaparecerían ni B, ni C, ni D.

En fin, por más que le doy vueltas, no termino de encontrar respuestas que me satisfagan a preguntas cómo ¿por qué lo que debería ser rutinario, festivo, amable, se nos ha convertido en una batalla de insultos, y en algún caso en guerra de egos? ¿Por qué no superamos ese atávico servilismo para el que gobierna, simple y llanamente porque gobierna? ¿Hay alguna razón para creerles a políticos cuyas obras, y tren de vida, desmienten claramente lo que dicen que son o serán?

Buena parte de la responsabilidad la tienen las declaraciones de los políticos mismos. Los que ocupan puestos de gobierno, y los que aspiran a ocuparlos. Comprendo que en plena campaña todos apelen prioritariamente a los sentimientos de los votantes y menos a su inteligencia, pues en una población que, hablando en general, en su mayoría es reacia a reflexionar, tiene visión de corto plazo y escasa memoria, los discursos articulados suelen caer en saco roto.

Comprendo que muchas de las declaraciones de los personajes públicos abunden en adjetivos calificativos, en general peyorativos, con respecto a sus oponentes políticos, y escaseen en propuestas. Entiendo que el insulto sea arma preferida de los que piensan que quienes les escuchan somos incapaces de entender dos ideas concatenadas, y creen que con lenguaje zafio (convenientemente, propagandísticamente, dosificado) pueden lograr más que con un discurso razonado y cortés.

Me parece lógico que quienes no pueden defender los resultados de su gestión más que con hipérboles, recurran a la descalificación de quien les cuestiona, y muy pocas veces se fijen en lo que les dicen, pues su atención queda acaparada por atacar a quien se los dice. Y también, ya puestos en la dinámica sentimental, es lógico que los políticos y publicistas (peligrosísimo maridaje), después de despertar con una mano sentimientos de odio o miedo en las audiencias, con la otra apelen a la solidaridad, al amor a la patria u otros sentimientos nobles.

Pero lo que sí no logro comprender del todo --a menos que sean poco inteligentes, que no es el caso--, es que algunos políticos den rienda suelta en público a su mal café y se les olvide que, con bravuconadas e insultos no hacen más que desnudarse en público; pues ya se sabe que de la abundancia del corazón habla la boca, o --dicho de otro modo-- en todos, pero especialmente en quien ocupa un cargo público, la lengua termina por ser el espejo de su alma.

*Columnista de El Diario de Hoy.

carlos@mayora.org