"Murió Julio en el hospital de San Miguel” es el anuncio que rompe la fila de saludos que se mantenía en la reunión.
Flora Villatoro no tuvo que interrumpir a nadie para poder comunicar la muerte de Julio. Escuchar sobre los decesos provocados por la Enfermedad Renal Crónica (ERC) es algo esperado en la reunión mensual que realiza el Fondo Social de Emergencia para la Salud, en el Centro Monseñor Romero, de Tierra Blanca, en Jiquilisco, Usulután.
El fondo ha realizado un registro comunitario a lo largo de 10 años sobre el impacto de la ERC en los habitantes del Bajo Lempa.
Toda la tristeza por la pérdida de familiares, amigos y vecinos de una comunidad ha sido documentada y fue la base de un estudio recientemente publicado en la Revista de la Sociedad Española de Nefrología.
El estudio evidencia la desoladora realidad de la epidemia que ha caído sobre las 42 comunidades que conforman la región del Bajo Lempa.
Entre 2004 a 2013, se registraron 271 casos nuevos de ERC terminal, cada año hay 27 pacientes nuevos que han perdido la función de sus riñones y necesitan diálisis.
En esos 10 años fallecieron 246 personas por la epidemia del mal renal. El promedio anual fue de 25 muertes.
Para una región con esa cantidad de habitantes, las tasas de incidencias de casos nuevos y de mortalidad están fuera de toda proporción.
El nefrólogo Ramón García Trabanino explica que la tasa de mortalidad anual promedio fue de 128 por 100 mil habitantes, mientras que los promedios latinoamericanos son de 10 a 12 por 100 mil habitantes. “En esta región la mortalidad es 10 veces superior a lo normal, por una enfermedad por la que nadie se debería morir”, lamenta García Trabanino.
En la región del Bajo Lempa hay 19 mil 223 habitantes, el especialista indica que para una población con esa cantidad de personas lo normal sería que solo dos por año sean detectadas con daño renal que requiera diálisis.
“Al cabo de 10 años debería haber solo entre 20 a 25 personas en diálisis y muertos quizá solo cuatro”, sostiene.
Aunque el estudio culminó en 2013, la tendencia sigue similar. La muerte de Julio no fue la única de mayo.
“En La Papalota hace dos días se enterró uno también. El hijo de él ya había muerto de insuficiencia”, se une Elizabeth Martínez al informe de los fallecidos.
Julio tenía 60 años y ya se encontraba en tratamiento de diálisis. El 26 de mayo falleció en el hospital después de que le cayera una bacteria y ya no pudo recuperarse.
El muerto de La Papalota se llamaba Evaristo. Hasta hacía pocos días, Elizabeth lo había visto en una moto, vendiendo camarones. Hasta hace poco Evaristo vivía en San Salvador, y decidió regresar a Usulután después de haber sido diagnosticado con ERC.
Aunque era su vecino, Elizabeth no sabía que estaba enfermo. “Hay algunos que sienten como si al decir que están enfermos va a haber miedo de que contaminen a los demás, como si es pecado, o delito”, comenta.
En abril a Evaristo le habían dejado la cita para diálisis hasta la primera semana de junio; ya no alcanzó a llegar.
Flora y Elizabeth son parte del Fondo Social de Emergencia para la Salud del Bajo Lempa, que nació 21 años atrás, de una comunidad eclesial de base. En esa época, su interés era luchar por el derecho a la salud de los habitantes de la zona ya que debían pagar por las consultas en las unidades de Salud, pero pronto se dieron cuenta de otro problema que comenzaba a matar a sus vecinos y amigos.
La insuficiencia renal crónica o ERC abate a los hombres de las comunidades del Bajo Lempa. A lo largo de los años, gracias a los esfuerzos del fondo y de nefrólogos que comenzaron a atender la enfermedad, la epidemia pasó de ser invisible a ser reconocida por el Ministerio de Salud.
Pero la tasa de mortalidad y de incidencia de personas afectadas por la enfermedad sigue siendo espeluznante, según la describe García-Trabanino.
En un cuaderno rayado Julio Miranda anota con cuidado el nombre completo de los fallecidos, su edad, la fecha y el lugar de su muerte.
Su cuaderno recoge los nombres de todas las personas que han muerto por ERC desde 1999 en el Bajo Lempa, o al menos de todos los que el fondo ha logrado registrar.
Las páginas destinadas para el 2016 ya tienen varios nombres. Ana, de 23 años, murió el 22 de febrero en el Hospital San Juan de Dios de San Miguel. José Sergio, de 48 años, falleció el 22 de marzo . Luis, de 40, murió el 9 de mayo.
Pocos recibieron tratamiento
En el informe se destaca la ausencia de una causa específica para el desarrollo de la Enfermedad Renal Crónica Terminal (ERCT).
El 66% de todos los casos no tenía antecedentes de diabetes ni hipertensión, las enfermedades que están más relacionadas con el daño renal.
Además, se evidencia las limitantes que persisten en el acceso a tratamiento de los pacientes de escasos recursos.
De los 271 pacientes con ERC, en etapa terminal, solo 94 recibieron alguna forma de Tratamiento Sustitutivo Renal (TSR), como diálisis peritoneal, hemodiálisis o trasplante. El 65.3% de los enfermos no pudieron recibir tratamiento o no quisieron.
Entre los que sí recibieron tratamiento, al año de haberlo comenzado, solo 41 de los 94 pacientes continuaban con vida.
De los 246 fallecidos, el 92.3% de ellos murió en sus casas, solo el 5% murió en hospitales del Minsal.
“Entonces cuando uno va a revisar mortalidad hospitalaria no está viendo más que la punta del iceberg. Sin embargo es la primera causa de mortalidad hospitalaria”, expone García-Trabanino.
Al 31 de diciembre del 2013, 25 de los pacientes seguían con vida, cinco de ellos recibieron trasplante renal en el ISSS; 14 pacientes en hemodiálisis parcial, de ellos 11 en servicios privados, dos en el Seguro Social y solo uno en el Minsal. De diálisis peritoneal (DP), los seis estaban en el Minsal, tres de ellos habían iniciado recientemente DP intermitente con catéter rígido y los otros tres habían pasado a DP continua ambulatoria (DPCA).
El estudio resalta que la tasa de incidencia anual de ERCT registrada en la población del Bajo Lempa tiene un promedio de 1,409 por millón población (pmp).
La tasa es siete veces superior a la tasa promedio latinoamericana de pacientes incidentes en TSR, de 190 pmp.
Tanto la mortalidad y la incidencia, que se refiere a los casos detectados por primera vez, son escalofriantes, considera García-Trabanino.
Pero la situación es más grave al extraer solo los datos del los hombres adultos, que conformaron el 89.4% de los fallecidos.
La tasa de mortalidad anual promedio para varones adultos es 30 veces superior a la reportada en otros países de América, señala el médico.
Para García-Trabanino la alta mortalidad es el resultado de la desigualdad social, ya que una persona con un tratamiento sustitutivo renal adecuado podría sobrevivir hasta 20 años con la enfermedad.
“Para esta gente que no tiene seguro social ni capacidad económica para pagar servicios privados la incidencia es igual a mortalidad”.
El miedo que acompaña a los enfermos
En la zona, aún después de tantos años de convivir con la epidemia, persiste el temor a realizarse las pruebas para chequearse la función renal y de necesitar diálisis.
“¿Por qué rechazan la diálisis? O no tienen dinero para pagar una diálisis en una clínica particular o ni siquiera el transporte a los hospitales. También dicen que la diálisis peritoneal con catéter rígido los mata más rápido”, cuenta el médico.
El miedo de no poder pagar su tratamiento es lo que persigue a José Turcios, de 43 años.
Después de haberse dedicado a los oficios de agricultor y albañil, José pasa sus días sentado en una silla frente a la pequeña casa que comparte con su madre y su hermana.
Cuando le detectaron el daño renal y le dijeron que ya no debía trabajar, José siguió hasta que su cuerpo ya no pudo más. “Era la necesidad porque toda la familia aquí somos pobres, tenía que trabajar para irla pasando”.
En su siguiente consulta fue inminente que le realizaran la diálisis, pero José le tenía miedo a la diálisis con catéter rígido y a la forma en cómo sería tratado en un hospital.
“La mentalidad a veces no nos ayuda, he oído mucho que en el hospital no le ponen atención y en el privado lo atienden más rápido”, comenta. Así que con muchos sacrificios comenzó a pagar por un tratamiento de hemodiálisis en una clínica particular en la ciudad de Usulután.
Por cada tratamiento, José debe pagar $120.
La hemodiálisis debería recibirla dos veces por semana, pero como no le alcanza solo puede ir cada 15 días, a veces su cuerpo debe ir a extremos y aguantar más días hasta que logra conseguir el dinero.
Sus vecinos saben que los pocos animales de granja que tenía la familia han tenido que venderlos.
Un paciente con daño renal no puede eliminar los tóxicos acumulados en su cuerpo por su cuenta, a través de una diálisis logran desechar lo que saldría normalmente en la orina.
A José le han dado una referencia para que vaya al Hospital San Juan de Dios de San Miguel y pueda integrarse al programa de diálisis peritoneal continua ambulatoria (DPCA) en la que a los pacientes le ponen un catéter blando para que se realice las diálisis en la casa.
Pero José no tiene quién lo acompañe para ir a San Miguel donde deberá recibir una capacitación de al menos una semana.
Además, lo que sabe sobre la DPCA es que necesita un cuarto que sea exclusivamente para él al momento de hacerse la diálisis, algo que no es posible ni para él ni para su familia. También tiene una cita con una nefrólogo en el hospital de Usulután, pero debe esperar cuatro meses para la consulta.
Como José no puede dializarse adecuadamente acumula más líquidos en su vejiga, tiene la vista borrosa y se mantiene con nauseas. No puede beber agua, solo se enjuaga la boca para “intentar matar la sed” y humedecer sus labios resecos.
Su hermana, Rosa, padece de diabetes y recientemente le detectaron un posible daño renal. En la unidad de salud le dijeron que debía ir de inmediato al hospital, pero al llegar le dijeron que sacará una tarjeta y una cita.
Ella llegó en abril, la cita se la dejaron para agosto.
Cuatro años atrás, su esposo murió a los pocos meses de haber iniciado el tratamiento de hemodiálisis. Se dedicaba a la agricultura y aunque había padecido malestares, su lema era que prefería morirse sin saber, hasta que un día sucumbió.
Cuando lo llevaron a pasar consulta su creatinina era de 20, recuerda Rosa. Lo normal sería entre 0.7 y 1.3
Casi todos sus compañeros de trabajo han muerto desde entonces.
El temor de Rosa es que su daño sea irreversible y ella también necesite diálisis.
“No tenemos para él (su hermano), nos aflige, no ajustamos para uno, mucho menos para dos”, dice Rosa.
La epidemia de daño renal
La epidemia de enfermedad renal crónica que afecta a los habitantes del Bajo Lempa ha sido denominada como la nefropatía mesoamericana. Durante años médicos han estudiado la enfermedad en zonas costeras del Pacífico, pero aún no se ha podido determinar exactamente una causa que la provoque. Se ha establecido que ocurre por una serie de causas, como la deshidratación, las altas temperaturas, trabajos pesados, como la agricultura y albañilería.