Educación y ejemplaridad

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30 agosto 2013

No tengo la menor duda de por qué nos quejamos, y con razón, de la clase de educación que reciben nuestros jóvenes: por su calidad académica, y por su contenido moral --o en valores, como se le ha dado en llamar--, por las carencias en urbanidad de que padece, etc., a la vista están los resultado.

Dicho lo dicho, me parece importante hacer hincapié en lo siguiente: la mala educación, o mejor dicho, la carencia de educación, más que de malos maestros, de malos padres, procede de malos ejemplos. Somos, en la mayoría de los casos, copias más o menos fieles de nuestros modelos. Pero, a su vez, los modelos dependen de los valores en boga y de la jerarquía que la misma sociedad establece entre ellos.

Damos por supuesto que en nuestro sistema educativo (familia, escuela, iglesia, medios de comunicación, amigos) hay males --carencias-- patentes; pero quizá esas deficiencias sean más consecuencia que causa de la falta de educación; o de los roles, que tuvieron a la vista, y a los que imitaron, los modelos actuales. Así, por ejemplo: si la educación que reciben nuestros jóvenes hace agua por la carencia de exigencia y disciplina, es porque previamente, sus educadores, sufrieron a su vez una formación en la que la estima social por el esfuerzo y la disciplina estaba devaluada.

Si falta honestidad, es porque previamente su aprecio ha desmerecido socialmente. Si falta respeto, lo mismo. Si lo que se aprecia es el éxito a cualquier costo, el triunfo que se fundamenta en la popularidad o en la riqueza material, el daño que producen comportamientos inmorales o errados en los modelos: políticos, padres y madres de familia, maestros, deportistas, guías espirituales… es muchísimo más grave (pues se incrusta en lo profundo del ADN moral de las personas), que los malos ejemplos que entregan a diario los medios de comunicación, o los comportamientos inconvenientes que personas sin representación social, pueden mostrar a los ciudadanos.

En el deporte --a propósito del triste caso de compra y venta de voluntades de futbolistas--, donde la calidad es más difícil de simular, al menos la honestidad y el esfuerzo personal (la garra) pueden suplir deficiencias técnicas o físicas. Quizá por eso las gestas de la Selecta atraen a chicos y grandes, ya que siempre hay algo que admirar en la entrega de un deportista por el azul y blanco, algo que imitar en el tesón de quien da lo mejor de sí en la cancha, al tiempo que sus triunfos o fracasos deportivos pasan a segundo término.

Pero si la falta de calidad moral va pareja con la desidia en la cancha o, peor aún, si de la noche a la mañana se muestra que toda esa escuela de valores que es el deporte --y peor en un deporte tan popular como el fútbol--, ha sido más de lo mismo en el circo de las deshonestidades, el daño educativo es hondo.

La crisis de las familias completa lo que faltaba. ¿Qué espejo moral nos queda? El desfondamiento ético es, principalmente, una crisis profunda de modelos y de ejemplaridad; en realidad, de ausencia de ejemplaridad, por la notoriedad exacerbada de modelos de humo, monigotes que representan un papel y que al final de la función --ya sin vestuario ni maquillaje-- salen por la puerta de atrás del escenario de la vida.

Los fraudes deportivos nos han hecho un daño enorme y reclaman grandes remedios. Si se quiere curar un cáncer con paños tibios, se muere el paciente. En la solución que se aplique nos jugamos más, muchísimo más que el futuro del fútbol.

*Columnista de El Diario de Hoy.

carlos@mayora.org