Hasta siempre Guayo

descripción de la imagen

Por

29 mayo 2013

Eran los terribles Ochenta. Pleno orgasmo de la guerra fría. No había medias tintas. Cero arcoíris. Tiempos de locura contagiosa. Paroxismo de las ideologías. Guerra y muerte. Tenía seis años ya de andar por los cerros y veredas de Morazán, huérfano de cines, estadios, semáforos y teléfonos. Sólo helicópteros y artillería al otro lado del río. Y allí estaba esa columna de Guayo Molina, en un periódico que quién sabe cómo había ido a parar al campamento. Era como un vasito de agua fresca en el medio del desierto.

Comencé a leerla y a morirme de la risa. Por unos minutos me olvidé del entorno de pólvora y a pasarla bien. Aquel escrito breve, afilado e ingenioso me transportó al café de los poetas en el centro de la ciudad. Era como estar allí conversando con el autor. Y la verdad es que nunca antes había leído a Guayo Molina, pero ya tenía noticias de él. Era toda una leyenda en el mundo de los publicistas y poetas de los años Setenta.

Y es que en aquellos tiempos, cuando no había Internet, ni licenciaturas en publicidad, la creatividad de muchas de las grandes campañas estaba a cargo de los poetas. Así que después de escribir versos estremecedores sobre revoluciones anheladas y amores imposibles, a los colegas de Rubén Darío les tocaba ingeniar frases como "Hay una gran cocinera en usted… descúbrala con margarina tal y cual".

Guayo no era poeta. Al menos nunca leí algún poema escrito por él aunque es probable, dada su gran sensibilidad, que haya intentado algún soneto. Había estudiado sicología, pero el talento para captar lo más profundo de las personas lo traía en la sangre. Era fama en los cafés de los poetas que Guayo fue el creador de una de las más famosas frases en la historia de la publicidad salvadoreña: "algo tenemos en común", de cigarrillos Delta.

Y allí estaba yo aquella mañana en las estribaciones de un cerro leyendo una columna de Guayo sobre cómo limpiarme los mocos sin provocar ninguna tragedia. Y las instrucciones me eran dadas con la seriedad de quien enseña cómo armar y desarmar un fusil AK-47. Recorté la columna y allí la anduve en la mochila, como un amuleto contra el miedo y el tedio, hasta que un torrencial aguacero deshizo el papel.

A veces, en las noches de posta, bajo la luna llena y las estrellas de Morazán, me ponía a fantasear sobre los lugares y las personas que me gustaría conocer una vez que la guerra terminara. Aquel juego era como un mecanismo para espantar la posibilidad de la muerte. Era como para afirmarme a mí mismo "no te preocupés, todo va a salir bien, vivirás". Y en esa lista estaba Guayo Molina.

Tengo que salir vivo de esto para escuchar jazz en un club de Nueva York, caminar por el barrio latino de París, ver un partido de un mundial de fútbol, encontrarme otra vez con los poetas del Bella Nápoles y para conocer y echarme un café con Guayo Molina.

Después de casi una década y de un millón de peripecias salí del monte con unas ganas de tomar la vida a guacaladas. Fue entonces cuando conocí a Guayo en persona. Allí estaba en la barra del bar de "El Viejo", tomando una copa de vino tinto. Lo saludé y le conté la anécdota de la columna leída en plena guerra.

Minutos después estábamos en una mesa, compartiendo anécdotas, muertos de la risa. Era 1992. Primer año de la paz. Era mi celebración particular con uno de los más grandes humoristas salvadoreños. Nos hicimos amigos. Precisamente una de las mejores entrevistas que hice en mis tiempos de radio, fue a él. Los teléfonos en cabina colapsaron ese día.

A Guayo, creo, no le importó tu fusil ni el cañón de tu enemigo. Y no es que no se haya enterado que hay cosas malas en el mundo, como los ladrones, los tiranos, las sectas ideológicas, los buseros y un largo etcétera. A Guayo le dolía en el alma los niños sin pan y los días tormentosos, pero él andaba siempre su propio sol, su jardín, su humor y sus ganas de vivir que no se le quitan ni muriendo. Hasta siempre amigo.

* Columnista de El Diario de Hoy. marvingaleasp@hotmail.com