La decisión de Angelina

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17 mayo 2013

Posiblemente uno de los artículos más leídos la semana pasada fue el que la actriz Angelina Jolie publicó en el New York Times. En la madrugada del 14 de mayo su escrito apareció en la edición digital del periódico y poco después las redes sociales lo divulgaron febrilmente. En la columna Jolie, una de las mujeres más bellas y famosas de Hollywood, relataba que se ha sometido a una mastectomía doble preventiva tras conocer que tiene la mutación del gen BRCA 1, lo que aumentaba en un 87% las posibilidades de que desarrollara cáncer de mama.

La popular artista no es la primera mujer que cuenta abiertamente el dilema que supone extirpar los senos, como medida profiláctica ante la eventualidad de que en el futuro pudiera aparecer un cáncer seguramente mortal. No obstante, por venir de una figura mediática mundialmente reconocida, el impacto de su artículo se propagó con la fuerza de un tsunami. En cuestión de horas todos los medios repetían la noticia de su operación y posterior reconstrucción plástica en una prestigiosa clínica de Los Ángeles. En su relato Jolie explica con claridad meridiana en qué consistió el proceso y los motivos que la llevaron a atajar el mal antes de sucumbir a él.

Después de la traumática experiencia de ver a su madre morir tras una lenta agonía por un cáncer de ovarios y consciente de que había heredado el letal gen, Jolie tuvo como prioridad la necesidad de vivir para ver crecer a sus seis hijos y continuar con una exitosa vida profesional y personal junto a su pareja, el también actor Brad Pitt. Por encima de los lógicos reparos estéticos prevaleció el instinto de supervivencia y de proteger a su prole.

Más allá del interés que despierta el valiente testimonio de alguien tan célebre como Jolie, cuyo principal objetivo ha sido dar ejemplo a otras mujeres de la importancia de estar informadas sobre algo tan grave como el gen del BRCA 1 y BRCA 2, la cuestión que se plantea es una que resulta muy difícil de enfrentar: la de, en la plenitud de la vida, renunciar a atributos físicos que tradicionalmente han definido la belleza y sexualidad de la mujer.

Si algo ha simbolizado la feminidad en la pintura, la escultura y en el cine han sido los pechos, casi siempre apetecibles y voluptuosos. Los senos como fuente de placer y deseo. Generosos en la pasión y en la función de alimentar al recién nacido. El talle desnudo de la Venus de Milo es la eterna bandera del amor y la belleza. Silvana Mangano despertó la lujuria más animal con el vértigo de su escote en Arroz Amargo. Los pechos de las señoras de Botero son tan redondos como las redondeces de sus cuerpos. La revista Playboy entronizó el busto pasado por el quirófano. Fellini homenajeó los senos prohibidos en Amarcord. Maria Schneider bailó El último tango en París con los senos al aire. Jane Birkin demostró que se puede ser sensual con un torso de muchacha impúber.

Gertrude Stein habría asegurado que un pecho es un pecho. Menudos, grandes, siliconados, caídos, puntiagudos, lechosos, prietos, acogedores, gélidos, orondos, exiguos, mutilados o delicadamente reconstruidos. Cada seno es un mundo con sus historias: la de sus amores, la de sus retoños, la de sus desengaños, la de sus estrías, la de sus cicatrices físicas y emocionales.

Hay elecciones muy duras a las que no quisiéramos enfrentarnos porque conllevan dolor y requieren coraje. Sin embargo, no encararlas es darle rodeos a un precipicio. Angelina Jolie es la prueba de que la hermosura permanece intacta en el paisaje después de la batalla.

*Twitter: @ginamontaner