La vida a debate

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23 abril 2013

El caso de Beatriz ha conmocionado a la opinión pública nacional con justa razón: su complicado cuadro clínico --lupus e insuficiencia renal-- no podía ser más dramático en momentos en que espera su segundo hijo, diagnosticado con anencefalia. ¿Qué hacer si la vida de la gestante, según las autoridades de Salud Pública, corre grave peligro? El "veredicto" de quienes tienen conocimiento exacto del caso, convertidos también en sus voceros exclusivos, está ligado a una solicitud de amparo enviada a la Sala de lo Constitucional, según la cual es indispensable interrumpir el embarazo para que una vida, la de la madre, pueda ser salvada.

Son tremendas las consecuencias morales (no sólo legales) del fallo de la Sala, por lo que ninguna opinión de buena fe que pueda brindarse para hallar la mejor solución en este caso merece calificarse de "inhumana". Los imperativos categóricos aparecen a ambos lados del debate porque su defensa o su rechazo generan pautas de conducta y anulan otras. No hay tal cosa como la "neutralidad moral" en estos temas. Al viejo mandato de "no matar" se puede replicar diciendo que "nadie debe imponer su moral a nadie"; el problema es que esta última exigencia impone de hecho una regla moral, porque en la práctica niega la bondad o maldad intrínsecas de los actos humanos.

Es razonable, entonces, que nos hagamos algunas preguntas básicas en el caso de Beatriz. "Eso" que está creciendo en su vientre, ¿qué es? ¿Tiene o no tiene vida? Y si tiene vida, ¿qué tipo de vida es? Son, repito, cuestionamientos básicos, pero no son perogrulladas. Abundan las teorías que esquivan la evidencia, incluso la científica, para soslayar las características humanas de los embriones humanos. En una carta que ha circulado por Internet en estos días, por ejemplo, al bebé no nacido de Beatriz se le califica como "un grupo de células sin conciencia".

Ahora bien, si convenimos en que un feto humano de diecinueve semanas es, en efecto, una vida humana, hemos de enfrentar el gran dilema que está a la base de este asunto: ¿bajo qué circunstancias es lícito interrumpir un ciclo vital humano? ¿Qué eventualidades nos dispensan del acatamiento a esa ley moral universal que dice "no matarás", y que, por cierto, podemos rastrear en códigos de ordenamiento social que nacieron antes del Antiguo Testamento?

Las respuestas que demos a estas interrogantes tienen profundo calado, porque detrás de ellas viene una reflexión que, al menos a mí, me parece abrumadora: si la vida humana ya no tiene un valor intrínseco, sino que podemos disponer de ella en determinadas circunstancias, ¿quién toma la decisión y bajo qué criterios? O dicho de otro modo: ¿Quién se atreve a colocar los parámetros y quién a poner los límites?

Durante la discusión en el Congreso de los Estados Unidos sobre el aborto por decapitación, en 1999, se le preguntó a la senadora demócrata Barbara Boxer cuándo consideraba ella que un bebé adquiría el derecho a vivir. "Cuando te lo llevas a casa", fue una de las frases que usó. El británico Jonathan Glover, reputado especialista en bioética, sostiene que el aborto es una buena opción cuando el embarazo impida a los padres tomarse "unas vacaciones en el extranjero". La fallecida pensadora estadounidense Mary Ann Warren proponía que definiéramos como "persona" a quien pudiera realizar ciertas funciones. Los que no pudieran razonar, como los fetos, eran prescindibles.

Las ideas que apunto arriba son resultado de haber abierto la puerta, en algún lado, a la relativización de la existencia humana. Si despojamos a toda vida de su valor esencial, el irremediable siguiente paso es poner en las manos de alguien el poder de jerarquizar las vidas ajenas. O limitarlas. O destruirlas. La reivindicación de cualquier derecho se vuelve delicuescente, porque los principios morales estarían sujetos a los acuerdos de moda o al arbitrio de quien tenga el poder.

*Escritor y columnista de El Diario de Hoy.