Benedicto, ese revolucionario

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01 marzo 2013

George Orwell, autor de "Animal Farm" y "1984" –profeta en su tiempo–, llegó a decir que la misión de los hombres inteligentes, es recordarnos a todos los demás las cosas obvias.

Si, concretamente, como escribe Orwell: "en tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario". Al repasar la vida y las líneas maestras del pensamiento de Benedicto XVI, nos encontramos ante uno de los más grandes revolucionarios de nuestro tiempo.

Revolucionario, no porque desafíe determinadas formas de vida, particulares políticas sociales, o conductas personales, sino porque con "su" verdad se enfrenta a una concepción globalizada de lo que son las cosas, a una verdad políticamente correcta, a la que pocos se atreven a desafiar.

Para el hombre embelesado por el poder de la razón; que venga alguien a explicarle racionalmente que hay un mundo más allá del puramente sensible, que la mentalidad científica está muy bien para conocer a fondo las realidades físicas, pero que ese método sólo abarca un puñado de cosas entre todas las que existen; para el hombre de principios del tercer milenio, el discurso de Benedicto XVI supone un terremoto.

Este "peregrino que camina la última etapa de su vida en la tierra" –como se refirió a sí mismo ante el gentío que llegó a saludarlo, unas pocas horas antes a que dejara de ser Papa–, es un pensador que no sólo describe cuidadosamente los males por los que atraviesa la humanidad, sino que presenta posibilidades viables para su solución: en su diagnóstico va a la raíz, no se conforma con manifestar sino que, además, vive con pasmosa coherencia lo que predica.

Con su empeño por mostrar la unidad entre amor, esperanza y verdad, Benedicto resuelve uno de los mayores problemas hodiernos: la atomización de conocimientos, que redunda en disgregación de verdades, y fragmentación de las personas.

Además, no habla sólo a los de su cuerda, sólo a los intelectuales, sólo a los que le quieren oír: habla al hombre común y corriente. Muchos intelectuales han pasado de un recelo profundo, o incredulidad, a tratar de encontrar las raíces de los desacuerdos, y prescinden de la animadversión que el discurso y la persona del Papa les provocaba. Se cumple al pie de la letra la máxima clásica, y han dejado de odiar, cuando han dejado de ignorar.

¿Y la gente de la calle, los cristianos, los no creyentes, aquellos a quienes las cosas de la religión les pillan demasiado lejos? Allí están las estadísticas que muestran las ventas de los libros del Papa, los ratings de televisión, las multitudes que en cada viaje se congregaron para escuchar sus discursos. Pero, principalmente, allí están testimonios de personas que han vuelto a creer, o, al menos, a plantearse la posibilidad de hacer un lugarcito a Dios en su corazón.

En un mundo obsesionado con la seguridad (material, económica, sanitaria), Benedicto disloca la cuestión, y la mira desde una perspectiva diferente: "Dios da una seguridad diferente, pero no menos sólida que la que proviene del cálculo exacto de la ciencia". ¿Qué más revolucionario que esto?

En un ambiente científico embelesado por los logros de la razón, pero profundamente preocupado por los contrasentidos de la técnica. En un mundo que se pregunta por la responsabilidad del ser humano en cuanto a la destrucción ecológica; pero más todavía, ahora que el hombre se ve a sí mismo cada vez más como lobo del hombre, el mensaje cristiano, el mensaje del Papa revolucionario, la verdad que Cristo viene a decir al hombre sobre el hombre, cobra no sólo una tremenda actualidad, sino que permite sopesarlo en su auténtica dimensión salvadora.

* Columnista de El Diario de Hoy.

carlos@mayora.org