Herencia amarga

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22 marzo 2013

Hace unos años, conversaba con un amigo venezolano acerca de las peculiaridades del presidente Chávez. En esa ocasión me decía, no sin tristeza, que todas las acciones que habían roto la institucionalidad en su país, la pérdida de la confianza en el sistema, las expropiaciones, etc. Eran reparables, males menores, si se las comparaba con el germen que Hugo Chávez había inoculado en la sociedad venezolana: el odio.

Con sus comentarios, con sus actitudes, pero sobre todo con sus acciones, logró dividir Venezuela en dos: pobres y ricos, desposeídos y explotadores, "pitiyanquis" y chavistas.

Cuando el odio se convierte en rencor, además de ser un veneno mortal para la dignidad y el auto respeto, distorsiona la percepción de la realidad de quienes respiran por la llaga que produce en la conciencia, y modifica el ADN moral: se transmite de padres a hijos, de maestros de escuela a sus alumnos, e incluso --paradójicamente--, encuentra lugar en ambientes religiosos, en los que se puede llegar a considerar a los "explotadores" como merecedores de cualquier acción que acabe con ellos.

Los chavistas odian a los que no lo son, y los antichavistas a los partidarios de todo lo que se los recuerde. No es odio-amor al comandante, es conciencia de clase, reivindicación, "amor" a la patria (cada uno a la suya, que, por supuesto, no es la del otro bando).

"A los escuálidos hay que degollarlos"; "que Dios les multiplique lo mismo que le desearon a Chávez"; son un par de frases que una periodista venezolana cazó al vuelo en las colas formadas para ver el cadáver del comandante. La primera la pone en boca de una mujer mientras peina a su hija de diez años; la segunda, la dice un espontáneo secundando a la señora.

Pero también hay odio del lado de la oposición a Chávez. Si no fuera así, la reciente declaración de Capriles anunciando su candidatura no habría provocado tanto revuelo, ni Maduro hubiera desplegado el ejército en la ciudad para disuadir acciones violentas por parte de los opositores.

Copio de una nota de Valentina Oropeza, publicada en El Universal: "La apuesta del oficialismo es peligrosa. Maduro divide al país entre "ellos y nosotros" y ofrece "empuñar las armas para defender la revolución" frente a un pueblo dolido por la muerte del padre político devenido en mito"; mientras que por su lado "Capriles llama mentiroso a Maduro, sin mostrar pruebas al país de que la enfermedad del presidente tuvo una evolución diferente de lo que cuenta el relato oficial".

El intercambio de temores --insultos-- mentiras no es gratuito: tienen el odio como raíz común. Una tirria habilidosamente sembrada por Hugo Chávez en catorce años de discursos y acciones, insultos y burlas, payasadas y expropiaciones.

Pero Chávez no descubrió el agua azucarada. El odio, y su hermano gemelo el miedo, han sido un recurso muy utilizado para hacerse con el poder. Así, por ejemplo, donde en Venezuela se dice "sifrino" (gente de alta sociedad, y por definición anti chavista), aquí se dice burgués. En lugar de "escuálido" perfectamente podríamos escribir "arenazi". No sé los equivalentes de "terengo", pero es seguro que también allá se llama despectivamente a revolucionarios y oficialistas…

En el corto plazo, fomentar el aborrecimiento del otro produce resultados. Pero donde se practica, todo perece. Ninguna sociedad puede crecer sobre esa base, como ningún gobernante puede ejercer el poder sentado sobre las bayonetas que le llevaron a hacerse con él. O como dijo Bolívar: "Si un hombre fuese necesario para sostener el Estado, este Estado no debería existir, y al fin no existiría".

*Columnista de El Diario de Hoy.

carlos@mayora.org