Cuando los demás no importan

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27 marzo 2013

Cada mañana cuando voy a mi oficina paso frente a su casa. A veces lo veo, camisa a rayas, pantalón oscuro, corbata y pelo engominado, abordar su carro ocre. Tiene cara de tener un trabajo aburrido.

Quizá sus sueños están reñidos con su salario y con sus tarjetas de créditos. La suya puede ser la historia de cualquiera de los que habitamos en este ciudad, que cada día se nos pone más difícil. O quizá es un buen sujeto excepto por el simple hecho que cuando regresa de su oficina deja el carro estacionado ocupando toda la acera y parte de la calle.

Le da pereza meterlo en la cochera. Y allí se queda el carro parte de la tarde, la noche completa y algunas horas de la mañana. Justamente esas horas cuando mujeres con uniforme de blanco, escolares, señoritas recién egresadas con sus hojas de vida en la cartera, obreros con mochilas, empleadas domésticas que van a comprar pan o a dejar a niños al kinder pasan por allí, por la esquina de su casa.

Todos tienen que bajarse de la acera y vadear el carro. Algo peligroso si tomamos en cuenta que una cuadra más adelante hay una parada de los temibles microbuses que pasan raudos disputando pasajeros. Un pequeño disgusto, un pequeño tormento cotidiano. Pero de tanto hacerlo la gente se ha acostumbrado, incluso algunos hasta han ganado cierta pericia para evitar riesgos.

Pero al tipo de adentro le importa un comino. El está desayunando o afeitándose, mientras oye las noticias de la mañana. A lo mejor se preocupa por el precio de la gasolina, se molesta porque anuncian que van a cerrar temporalmente alguna calle por trabajos de mantenimiento, se asusta por los homicidios y los accidentes de tránsito fatales. "Estamos mal", ha de pensar.

Se despide de la esposa y de los niños, que están pequeños aún, y se lanza a la jornada diaria sin remordimiento alguno. Pero él es culpable de lo difícil que se nos ha puesto la ciudad. Es culpable porque es parte de ese ingrato contingente de "ciudadanos honrados" que se meten, por ganar minutillos, en el carril contrario y colaboran al congestionamiento, el retraso, el enojo y la contaminación ambiental.

Es parte de esa tropa que nunca, pero nunca, está dispuesta, aunque no signifique ventaja alguna, a ceder el paso al prójimo que espera incorporarse a la larga fila de autos, para llegar temprano al trabajo. De esos y esas que abren la ventanilla para lanzar al aire desperdicios de todo tipo. De los que buscan meterse adelante en la cola, los que por nada del mundo cederían un asiento en un bus o sala de espera a una madre o a un anciano.

Es parte de ese contingente de encumbrados ejecutivos o directores que te hacen esperar eternidades después de la hora pactada para la cita, sin consideraciones para tu tiempo, de esos que compran cosas robadas en cualquier esquina, los que tratan mal a sus subalternos, los que nunca saludan, ni dicen gracias, ni por favor.

Estoy seguro que todos ellos, incluyendo al sujeto del auto parqueado en la acera, son de los que más se quejan ante las dificultades que pasa el país. Y sin embargo ellos, como los mareros, los ladrones, los corruptos, los evasores, los que cierran la vía pública para protestar por cualquier cosa constituyen una gran parte del problema.

La consideración por los demás, que incluye la cortesía, la puntualidad, la amabilidad, no es una cuestión trivial. Es pilar fundamental de la convivencia armónica, disuade las conductas agresivas, reduce el estrés colectivo y por lo tanto eleva la calidad de vida de todos. ¿Has visto el gesto de agradecimiento, una señal con el pulgar levantado, una sonrisa o un guiño con las luces del auto, del señor o la señora al que le cedes el paso en una bocacalle de la congestionada vía?

El señor del carro en la acera y todos los desconsiderados deberían entender cuánto bien harían al país y a ellos mismo, si tan sólo pensaran un poquito en los demás. Al fin de cuentas, para otros ellos también son los demás.

* Columnista de El Diario de Hoy.