"Colaborador de la verdad"

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26 febrero 2013

De no ocurrir algo extraordinario, mañana es el día en que Benedicto XVI, por libre decisión, dejará de ser Papa. La noticia de su renuncia obligó a que los historiadores eclesiales desempolvaran los contados precedentes que se han registrado en más de dos mil años, y la conclusión general tiende a señalar el acontecimiento como algo único. Único por su amplia repercusión --en parte gracias a la globalidad actual de las comunicaciones--, pero también porque los hechos que rodearon las abdicaciones papales anteriores --incluyendo la de San Celestino V, que fue perseguido y encarcelado por su sucesor-- impiden asegurar que se tratara de decisiones absolutamente libres.

Imagino que la "dimisión" del Papa vendrá a sumarse a la larga lista de hechos relativos a su vida que van a prestarse a la más impúdica desfiguración. La prensa mayoritaria ha contribuido a manipular de tal manera la imagen de Joseph Ratzinger, que cuesta hallar datos que arrojen luz sobre el descomunal aporte que ha hecho a la teología cristiana. Pero si ya sólo por esto podríamos incluirle entre los pontífices menos comprendidos de los últimos tiempos, el que la brillantez de su pensamiento tenga fuerza para rato le asegura un lugar sin parangón en la historia eclesial moderna.

Desde el profesorado que ejerció en su natal Alemania hasta las últimas palabras ofrecidas al mundo como Vicario de Cristo --pasando por la cátedra de Ratisbona, la consultoría durante el Concilio Vaticano II, el arzobispado en Munich y su estrechísima colaboración con el beato Juan Pablo II--, la entrega de Joseph Ratzinger a la Iglesia es tan incuestionable como admirable. Pocos, muy pocos teólogos, entre los siglos XX y XXI, han dado al catolicismo semejante mezcla de talento y diligencia. Ni siquiera el Catecismo habría podido organizarse sin la participación insigne del hombre que mañana dejará la silla de Pedro para recluirse en un convento.

¿Por qué alguien con las características morales e intelectuales de Benedicto XVI despierta, y seguirá despertando, tantas pasiones encontradas en numerosos ámbitos? La respuesta nos la otorga el lema que él mismo eligió en 1977 cuando tomó las riendas del episcopado: "Colaborador de la verdad". El suyo ha sido un compromiso profundo, irrenunciable, con los valores eternos que dan sentido a la existencia humana. Y es la coherencia espiritual y racional con que Joseph Ratzinger ha acompañado esta lucha lo que le ha convertido en blanco favorito del relativismo imperante.

¿Extraño? En absoluto. Como dice el filósofo José Luis del Barco en la introducción a la edición española del libro "Verdad, valores, poder", un sustancioso volumen que reúne tres de los mejores discursos de Ratzinger cuando era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, "despojar a la bondad de su intrínseco valor absoluto significa destruir la posibilidad del discurso práctico".

En otras palabras, si el ser humano toma la decisión de renunciar a los valores absolutos, todo camino moral resulta impracticable. El sinsentido y la superficialidad se aposentan. Desaparece la noción de "deber" y se instala el "puedo". Y esta valiente denuncia es especialmente escalofriante para el permisivismo de moda, que abusa de ciertos conceptos --libertad, por ejemplo-- hasta vaciarlos de contenido. El todavía Papa se ha enfrentado a esta "nueva dictadura" con una sabiduría que desconcierta incluso a sus adversarios más enconados. Entonces, sin capacidad para vencerlo en el "ring" intelectual, recurren los relativistas al ataque degradante y la difamación, justo como los fariseos hacían, dos milenios atrás, para contrarrestar las enseñanzas de Jesucristo.

En algunas horas Benedicto XVI estará bien por encima de estas miserias. Siempre lo estuvo, por cierto; la novedad es que ahora su trayectoria cerrará con dos broches dorados: el de una coherencia de vida llevada hasta el final y el de una responsabilidad eclesial jalonada hasta el heroísmo.

*Escritor y columnista

de El Diario de Hoy.