Celador del fuego inmortal

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15 April 2019

Cuando el arquero despertó del asombro se dio cuenta de que el anciano monje se había desvanecido dejando tras de sí sólo un rastro perfumado de rosas. Entonces se preguntó —si el beato no volvía— quién cuidaría de mantener encendido el fuego del altar. En el lugar no quedaba nadie más sino él: último espejismo del desierto. Así quedó Kanta, celador del fuego inmortal, a cuidar el templo por largos años con la esperanza que algún día otro viajero pasara por allí y se quedara en su lugar para cuidar el abandonado altar de aquel ignorado dios que alguna vez fuimos. Nosotros, los dioses caídos y sin nombre, que ayer perdimos la divinidad. El templo celeste estaba solo. Únicamente su fuego interior, alumbraba la santa soledad. Kanta ordeñaba las cabras del establo y estudiaba en la biblioteca de los monjes libros de astrología. Ciencia practicada desde tiempos inmemoriales por aquellos místicos. De esa forma se introdujo Kanta en el misterioso arte de leer en las estrellas el destino de los hombres. Se volvió amante de la ciencia estelar cuyo lenguaje aprendió después de algún tiempo. Era un dialecto parecido al de los gigantes de Uma. A veces se encontraba con los fantasmales sabios del monasterio, junto a quienes observaba las nebulosas con rudimentarios telescopios, buscando quizá la estrella de su destino.