Pasó muchos días el arquero errante en el despoblado, escondiéndose de los temibles gigantes que dominaban la tierra. Los mismos que fueron desapareciendo uno a uno al buscar otros mundos o que fueron destruidos por la ira divina o el impacto de un cometa en la faz de la tierra. “Ellos ya no están”, decía para sí mismo. “Es la soledad de la llanura la que me hizo verles y escuchar sus voces inmensas. Ellos desaparecieron hace siglos, como las cumbres de su gloria. Es la fiebre, el eco del viento y el espejo del desierto que alucinan mi mente y mi ser”. Pero en las inmensas noches de la despoblada llanura, Kanta siguió escuchando el cantar de los gigantes, traído por los ventarrones. Así aprendió sus himnos y cantares. Tocando el bansuri, su flauta primitiva, el solitario arquero entonaba los nostálgicos aires que se perdían en lo profundo del Akasha, el firmamento. Entre tanto, en el oscuro mar cantaban las ballenas universales. “Es mi inmensa locura la que me hace escuchar los cantos lejanos de cetáceos”, decía. “Los mismos que, al igual que los gigantes desaparecerán mañana en las azules aguas del futuro. Los colosos no estuvieron nunca. Yo imaginé sus sombras grandiosas y el mar de su tristeza. Yo imaginé la vida”. Así ballenas y gigantes dejaron de cantar. Tan silenciosa quedó Uma la eterna llanura del hijo del silencio.
El hijo del silencio
11 April 2019