Después de dejar atrás la luminosa ciudad del Ares –eterna y efímera como el deseo mismo— Kanta sintió que dejaba tras de sí parte de sí mismo. Él, que era igual a los lejanos hijos del río de las arenas de oro: violentos y tiernos a la vez; codiciosos y crueles; inocentes y culpables de amar; mitad ensueño y realidad. Como la vida misma que es el sueño de un sueño. Así era él: arquero y espejismo; de la muerte y de la vida, como la triste ciudad del desierto. Kanta –el emigrante de sí mismo—volvió a cruzar la desolada estepa de Uma en su largo viaje a las montañas de fuego. Cuando los gigantes de la llanura del olvido se acercaban a él se daban cuenta que éste era sólo un espejismo más del ardiente arenal. Era común ver en el horizonte figuras y ciudades que surgían de la alucinación y el delirio. La misma ciudad maravillosa del desierto habría sido tan sólo parte del mismo sueño del arquero. Estando en la terrible planicie el encantador de sombras -hijo de los montes lejanos- oía atemorizado el andar de los gigantes, atravesando la estepa. Escuchaba sus voces en lenguas perdidas, mientras hablaban quizá del universo y las estrellas o cuando entonaban himnos sagrados y eternos. De la misma forma que cantaban las ballenas en el profundo mar. Viajeras cantoras del adiós, pues iban de paso como los sueños de la felicidad.
Lejano cantar de las ballenas
08 April 2019