El oro de los montes

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02 April 2019

Por Carlos Balaguer

La seducción, en el arte de amar, es parte esencial del drama divino, que requiere entrega, perdón y felicidad carnal. Lo único triste de este arte inmortal es el dolor de amar, pues su dicha lleva intrínsecamente el dolor de la separación. Los amantes —en el círculo de la existencia— no pueden poseer por siempre aquello que amaron con su artilugio fugaz. Esta separación acechaba el romance de los amantes del Ares. Encantador de mujeres, serpientes, ciervos y tigres del desierto, Kanta había olvidado —en aquellos largos e interminables días— el secreto de Rhuna la montaña sagrada. Habían pasado los años al igual que los gigantes de la planicie, pero en su interior seguía latente su viaje a los montes. Las corrientes doradas del Ares arrastraban, entretanto, el oro que bajaba de las altas montañas. “¿Por qué ir hasta los montes distantes en busca del preciado metal, si nuestro padre Ares lo trae hasta nosotros en sus cantoras y transparentes aguas?”, decía Macara, mostrando al arquero las doradas arenas en sus manos. Pero Kanta veía a las cumbres de fuego pensando —no en el oro que seducía y corrompía a los aldeanos— sino en el dorado espejismo de su origen. Entonces miraba en las arenas de oro restos de sí mismo. “Yo también vine un día desde allá”, dijo con nostalgia, viendo a las celestes cumbres.