Carta sobre el emperador, el Papa y la coronación

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29 March 2019

El 2 de diciembre del año 1804, Napoleón Bonaparte fue coronado emperador en la Catedral de Notre Dame de Paris. Supuestamente iba a coronarlo el papa Pío VII, a quien para este fin Napoleón mandó a traer desde Roma. El Papa hizo caso a la orden de Napoleón, quien a esta altura ya tenía bajo su poder a Italia, dejando solo al Estado Pontificio con cierta soberanía.

Lo que realmente quería Napoleón era humillar al Papa, quien representaba la única institucionalidad que podía hacerle contrapeso a él como emperador. Luego de traerlo bajo amenaza a París, para supuestamente coronar al emperador, lo único que lo dejó hacer en Notre Dame fue bendecir el ‘revolucionario’ acto de autocoronación. Ni siquiera dejó al Papa tocar la corona antes de ponérsela él mismo…

Luego de la coronación, Napoleón quiso obligar a Pío VII a quedarse en Francia, pero el Papa había venido preparado: había instruido a sus cardenales en Roma a declarar vacante el papado si no regresaba a Roma y proceder a elegir otro Santo Padre. Napoleón lo dejó regresar a Roma, pero en 1808 mandó a sus tropas a ocupar al Estado Pontificio y en 1809 decretó su anexión a Francia. Al papa Pío VII lo arrestaron y lo llevaron a Francia, donde permaneció rehén de Napoleón hasta el año 1814. Pero este nunca se doblegó ante el hombre que por plebiscito había llegado a proclamarse y luego autocoronarse emperador.

Hoy ya no hablamos de coronación, sino de alternancia del poder, porque somos una República. Hoy ya no le toca a la Iglesia Romana, como único contrapeso al poder del monarca, juramentar al nuevo jefe del Estado, sino al Parlamento, que hoy en día es el contrapeso al poder del presidente.  

Pero sigue siendo importante quién controla los actos de traspaso de poder y puede llenarlos de significado o manipularlos. Parecen formalidades, pero tienen impacto en la manera como la ciudadanía percibe el poder y los contrapesos.

La fuerza simbólica de los actos relacionados al poder es importante. Estos pueden exhibir el poder total y arrogante o el poder democrático, limitado y contrarrestado, dependiendo de cómo se pongan en escena los eventos. De esto se trata el pleito sobre el traspaso del poder al presidente electo.

Unos quieren proyectar el 1 de junio la institucionalidad del estado administrando la alternancia democrática. Otros quieren proyectar una ruptura histórica y la relación directa del gobernante con ‘el pueblo’, dejando al Parlamento en la misma irrelevancia en la que dejó Napoleón al Papa.

Si queremos, podemos aprender de la historia.

Saludos, Paolo Lüers