Una vida de trabajo

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13 March 2019

Después de platicar confiada y alegremente con un par de amigos, que habían asistido a su casa para recibir una charla de formación doctrinal –como todos los lunes por la tarde- falleció, mientras se disponía para cenar, Walter Aparicio.

Murió como vivió, sin dar la lata, como alguna vez quienes le queríamos y vivíamos en su misma casa le escuchamos decir: trabajando, teniendo atenciones con los demás, pensando siempre en los otros antes que en sí mismo. Un infarto agudo de miocardio se lo llevó a sus cincuenta y nueve años… joven, muy joven; pues es sabido que la juventud no se mide por los años de vida acumulados, sino por los proyectos e ilusiones que empujan el alma a atreverse a cosas grandes, tan grandes que te obligan a compartirlas y a buscar compañeros para hacerlas realidad… y de esos, de proyectos y planes audaces, Walter tenía llena su vida.

Fue un gran trabajador, que dedicó su vida a dos grandes pasiones: su profesión como médico psiquiatra, y su trabajo impulsando las labores apostólicas del Opus Dei. Conoció esta institución de la Iglesia Católica en sus primeros años de la carrera de medicina, en Buenos Aires, Argentina. Ya en el colegio fue un brillante estudiante y sus compañeros del Liceo Salvadoreño lo recordarán por su permanente sonrisa y sus excelentes calificaciones. Una vez en la capital del río de La Plata, también destacó por su dedicación académica, e hizo muy buenos amigos por medio de quienes llegó a conocer el Opus Dei. Desde el principio, contaba alguna vez, se sintió cautivado por la posibilidad de encontrar a Dios entre los libros, los pacientes, y la vida cotidiana.

Fue generoso y decidió entregar su vida a Dios. Pidió la admisión en el Opus Dei y decidió, al terminar la especialización de psiquiatría, regresar a El Salvador y trabajar no sólo con sus pacientes, a quienes –según testimonios- dedicaba largos ratos de conversación y ayuda médica y personal, sino también impulsando las labores apostólicas que la Obra fundada por San Josemaría desarrolla en estas tierras.

Optimista y decidido contagiaba con su entusiasmo a muchas personas, que se pusieron junto con él, manos a la obra. Con su buen humor promovió labores como el Club Sherpas, el Centro Cultural Buenos Aires y –en los últimos años-, el colegio Citalá. Una labor educativa por la que en sus siete años de existencia han pasado casi cuatrocientos alumnos de muy escasos recursos económicos, y que gracias a una beca completa (Walter personalmente se dedicó a gestionar estas ayudas económicas entre sus amigos y conocidos) han logrado -a la fecha ya tres promociones de bachilleres- aprovechar esta oportunidad y, en casi todos los casos, ser el primer miembro de su familia, y algunos de su comunidad, en entrar a una universidad y destacar por su dedicación al estudio.

Cuando hablaba contigo solía añadir un nombre especial para ti. No porque fuera alguien cursi o sentimental, al contrario, sino porque dentro de su aparente fachada de seriedad, latía un corazón alegre y sensible que veía lo mejor de cada uno, y se apoyaba en ello para darte una alegría, presentarte una meta, acercarte de algún modo a Dios.

Descansa en paz, amigo, y que desde el cielo nos sigas impulsando para hacer mejor este país.

Ingeniero @carlosmayorare