Verdades privadas

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08 March 2019

Negar que el fruto de la concepción es un ser humano desde sus primeros instantes de vida, se está convirtiendo en uno de los casos extremos que definen nuestra época: se niegan evidencias científicas, se basan los propios convencimientos en la subjetividad, se rechaza lo que contradice los sentimientos, se cree y se defienden falsedades propaladas por intereses ideológicos, económicos, políticos, etc.

Hay quienes siguen defendiendo que el niño en el seno de su madre es parte del cuerpo de quien lo aloja. Les tiene sin cuidado que madre e hijo tengan cada uno un ADN propio, y que las características genéticas y biológicas del no nacido estén claramente definidas, e individualizadas, desde que el óvulo es fecundado por el espermatozoide.

En el fondo, las posiciones respecto al estatus de la vida humana desde su origen no vienen de la ignorancia: saben que un niño es un niño antes de nacer, pero la evidencia científica no les convence, simplemente, porque han perdido fe en la ciencia. De hecho, en lo único que tienen fe es en sus puntos de vista.

El “desprestigio” de la ciencia experimental es un fenómeno global que tiene amplias repercusiones; desde quienes defienden (que son más de lo que uno se imagina) que la tierra es plana, hasta los que han dejado de vacunar a sus hijos. Tiene sus raíces en mecanismos psicológicos, culturales y de comunicación que responden al mundo mediado por la tecnología en el que vivimos. La verdad ha pasado de ser un asunto compartido, a un tema privado, particular.

Cada vez más se puede observar que los mecanismos racionales, con los que antes entrábamos en contacto con la realidad, van perdiendo verosimilitud entre el gran público, que se contenta con explicaciones simplistas (comprensibles sin esfuerzo y emocionalmente significativas) que, precisamente por su “evidencia” inmediata provocan rechazo de los argumentos que contradigan sus convicciones, y abren la puerta para creer cualquier cosa, por descabellada o disparatada que sea.

Consideran, además, que cualquier recurso a una verdad compartida es simplemente violencia o imposición de los poderosos (hétero patriarcado, oligarquía, dogmatismo… escoja el lector el que le parezca) pues la única verdad que se acepta sin cuestionamiento es que cada uno tiene su propia verdad, sin importar que su fundamento sea endeble o simplemente inexistente.

Estamos en una época en la que incluso la lógica y el razonamiento sensato son contradichos. Chesterton lo decía de manera ingeniosa: “sólo estoy dispuesto a discutir de política y de religión, pues el resto no admite discusiones”… una afirmación que hoy día ha sido “completada” por el progresismo añadiendo la ciencia experimental a las materias sujetas a discusión popular.

El fenómeno social que lleva a despreciar los datos científicos en las discusiones que deberían ser científicas tiene, además, otra característica: es contagioso y progresivo, pues para adherirse a posiciones basadas en sentimientos y apreciaciones, no es necesario ni estudiar ni investigar; basta que a uno le presenten hechos o injusticias de manera deliberadamente emotiva, para que se convenza rápidamente de la necesidad de defender, y/o promover, posturas alejadas de la verdad de las cosas.

Es contradictorio, también, que quienes defienden convicciones pero no hechos, suelan echarles en cara, para descalificar a quienes no están de acuerdo con ellos, su religión, su ética, o sus motivos “de clase”, mientras evitan tocar los temas desde la mera ciencia, sosteniendo, a la vez, que su argumentación es científica (¿¡!?).

Esta forma de argumentar, que nace de la desconfianza en el conocimiento experto y de una mala manera de entender el escepticismo, a la que se suma la sacralización del propio punto de vista, hace de quienes la “compran” personas contradictorias: escépticos “ilustrados” que, o no se dan cuenta de lo absurdo de su posición, o –cínicamente- no les importa.

Ingeniero @carlosmayorare