La oposición política

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20 February 2019

Una oposición política débil, sin argumentos ni aptitudes para el debate, en combinación con un sistema de partidos fragmentado, representan un riesgo para el orden democrático. Muy simple: se trata del sistema de frenos y contrapesos, donde el control político debe regular las relaciones entre los Órganos del Estado e imponer límites.

Cuando en 2005 los partidos contrarios al chavismo equivocaron su estrategia y decidieron no presentarse a elecciones, el oficialismo se tomó el Legislativo y con ellos terminó la independencia de poderes. Debieron pasar diez años para que la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), que aglutinaba a las fuerzas políticas de oposición más relevantes, recuperara el control de ese Órgano de Estado.

En Nicaragua el régimen anuló a sus opositores reformando la Constitución y comprando a algunos de sus contrincantes. Está claro que el pacto Alemán–Ortega diseñó un mecanismo electoral a la medida de Daniel. A partir de esas reformas, durante las siguientes elecciones, algunas de las banderas que acompañaron a la del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en las papeletas han sido de organizaciones que Carlos Fernando Chamorro llamó “partidos zancudos”. El deterioro de las libertades en Nicaragua se precipitó y el 18 de abril de 2018 inició una revolución estudiantil que mantiene en vilo a ese país centroamericano. Si Ortega convocara a elecciones anticipadas, según algunos analistas, no existe un tan solo partido de oposición bien articulado que pudiera enfrentarlo en las urnas.

La ausencia de partidos de oposición deriva en una autocracia en la que se allana el camino hacia la concentración del poder. Puede presentarse como en Venezuela, donde la MUD dejó el espacio libre y las curules fueron ocupadas por los seguidores de Chávez, o como en Nicaragua, que a pesar de contar en la Asamblea con partidos diferentes al FSLN, no figuran y son irrelevantes en la discusión y en la toma de acuerdos.

En España el fenómeno fue diferente. Con la irrupción de PODEMOS, liderado por Pablo Iglesias, terminó la estabilidad de un sistema parlamentario en el que predominaron, desde el establecimiento de la nueva Constitución, el Partido Popular (PP) y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). En 2016 los españoles repitieron las elecciones porque los partidos políticos no lograron formar gobierno. En el caso español, los ciudadanos eligen directamente a los diputados y estos últimos designan al presidente del gobierno. Esta decisión, como muchas otras en los congresos, necesita de una mayoría de votos que no fuer conseguida por falta de consensos políticos. Esa misma mayoría, en junio de 2018, acordó retirar la confianza al mandatario y aceptar la moción de censura en contra de Mariano Rajoy, del PP, designando a Pedro Sánchez, del PSOE, como nuevo presidente. El último hecho, políticamente relevante, y en parte consecuencia de la fragmentación del congreso español, tiene que ver con la falta de aprobación del presupuesto propuesto por Sánchez y el adelanto de las elecciones para abril de este año.

La fragmentación del sistema de partidos presenta otro tipo de consecuencias. Lo ideal es contar con partidos arraigados en la conciencia ciudadana, con presencia territorial a nivel nacional, que no pierden electores entre una elección y otra y que son concebidos como necesarios para la democracia. Estas características se construyen con el tiempo en función de un adecuado comportamiento legislativo que responda al bien común y respete el Estado de derecho. Los últimos dos ciclos electorales en América Latina han dibujado congresos variopintos, es decir, asambleas integradas por muchos partidos en las que es muy difícil construir alianzas. Los bautizados como “partidos tradicionales” golpeados por el desgaste y sin una estrategia clara para modernizarse, han cedido su lugar a figuras independientes o remedos de organizaciones políticas que aparecen y desaparecen entre un proceso electoral y otro.

México es otra historia, pero igual de preocupante. MORENA, el partido del presidente López Obrador, ganó la mayoría tanto en el Congreso como en el Senado. El PRI y el PAN perdieron relevancia en esas instancias. La guardia nacional y una reforma penal que aparentemente no garantiza el debido proceso, son dos de los actos más polémicos aprobados por la aplanadora de AMLO. La sociedad civil comienza a ocupar el papel de “opositor”.

Para evitar lo anterior, lo más sano para una democracia son las voces de políticos, que articuladas en distintos partidos diferentes al gobernante, sin que actúen como autómatas, pero sí bajo una estrategia acordada, adviertan con vehemencia cuando esté en peligro el sistema republicano.

Doctor en Derecho y politólogo