El hombre

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11 February 2019

Un amigo abogado de amplia experiencia, muy respetado por su trayectoria ética como servidor público, me comentó una vez, a propósito de la tensa relación que comenzó a desarrollarse desde 2010 entre la Sala de lo Constitucional y el Presidente de la República, que seguramente a la base de esa situación estaba el hecho de que el Jefe del Ejecutivo no había entendido que él ya no era “el hombre”, como se denominaba a sus antecesores.

Mi amigo me relataba que, en la década de los sesenta y los setenta, cuando alguien tenía un problema en algún ministerio o autónoma, pero también en algún municipio o los tribunales de justicia, buscaba una audiencia con el Presidente de la República; si tenía la suerte de poder hablar con él gracias a la intervención de algún militar de alto rango, le planteaba su situación; y si recibía una respuesta positiva, se retiraba tranquilo, seguro de que el problema sería resuelto, porque ya había hablado con “el hombre”, quien se encargaría de dar las instrucciones donde fuera —literalmente, en cualquier dependencia de la estructura del Estado— para que fuera arreglado. Se daba por natural que el Presidente de la República era un cargo todopoderoso, ilimitado y omnipresente, de manera que su titular podía, sin ningún control, intervenir y dar órdenes en todas las instituciones estatales.

A estas alturas resultaría anacrónica dicha manera de resolver los problemas, no solo porque el Jefe del Ejecutivo puede ser tanto un hombre como una mujer —y en ambos casos, civil, es decir, alguien que no tiene la calidad de miembro activo de la Fuerza Armada— sino también porque la Constitución configura, y en la práctica institucional se ha intentado desarrollar, aunque con dificultades y retrocesos, un sistema republicano que incluye los frenos y contrapesos normales en toda democracia. Un sistema que permite a los diferentes órganos, en sus relaciones recíprocas, utilizar sus atribuciones y competencias para controlar las actuaciones de los demás.

Además, es de la esencia de una democracia una prensa libre, en que las opiniones editoriales de los diferentes medios no están condicionadas por coacciones estatales; también que los ciudadanos tengan reconocidos ciertos derechos fundamentales, como la libertad de expresión y el derecho de asociación, que les facilitan opinar, tener acceso a información, criticar, cuestionar y organizarse para incidir en la cosa pública desde la sociedad civil: desde las iglesias, sindicatos, oenegés, cámaras empresariales o asociaciones de todo tipo, y con ello controlar desde el ámbito “privado” a los funcionarios y entidades públicas.

Consecuencia de lo anterior es que, si bien el Ejecutivo tiene funciones importantísimas en la estructura del Estado de Derecho, pues diseña e implementa las políticas públicas, incluida la política exterior, ejecuta las leyes y concentra la fuerza pública —porque el Presidente de la República es comandante general de la Fuerza Armada, nombra al director del Organismo de Inteligencia del Estado, al Ministro de Seguridad y al Director de la Policía Nacional Civil— sus actuaciones también están sujetas a los típicos controles de los otros órganos. Acabamos de presenciar cómo un veto por inconstitucionalidad fue superado por la Asamblea Legislativa con mayoría calificada, el Jefe del Ejecutivo promovió la controversia prescrita por la Ley Suprema ante la Sala de lo Constitucional, y este tribunal terminó dando la razón a la Asamblea y mandando a publicar el decreto vetado.

“El hombre” todopoderoso, con capacidades omnímodas para decidir en todos los ámbitos que la Constitución ha repartido entre diferentes órganos estatales, es una figura de nuestra historia ya superada por la realidad institucional de nuestro Estado Constitucional.

Exmagistrado de la Sala

de lo Constitucional de la

Corte Suprema de Justicia