Historia y memoria

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18 enero 2013

¿Qué pasaría si perdiéramos la memoria? Aparte de todas las situaciones anecdóticas que podrían darse, la consecuencia más importante sería que con ella también perderíamos la propia identidad: no sabríamos quiénes somos (pues no recordaríamos nada de nosotros mismos), y tampoco sabríamos cómo deberíamos ser, qué compromisos tenemos, de quién somos deudores, herederos, etc.

Si perdiéramos la memoria, la única forma de recuperarnos a nosotros mismos sería confiar en los demás, en las remembranzas que tienen de nosotros, y en la buena voluntad con que podrían reconstruirnos basándose en sus recuerdos.

Lo mismo pasa a las naciones: si desconocen su historia, si carecen de memoria, pierden irremediablemente su identidad. Y quedan a merced de quienes pueden controlar el presente y tejer el futuro, mediante la vieja táctica de cambiar el pasado en los libros de historia, en el cine, en la opinión pública y todos los gobiernos, medios de transmisión y comunicación de información.

Pero eso sólo sucedería en una hipotética sociedad de ciudadanos con amnesia. En la vida real, cada uno es una memoria viviente, cada uno tiene el arco de su vida cargado de recuerdos, que le hacen presente continuamente su propia realidad.

Lo que significa que, ante la realidad de los propios recuerdos, haya que prescindir de los historiadores. Al contrario, precisamente por la parcialidad y necesaria limitación de las propias memorias, la labor de los estudiosos de la historia es imprescindible no sólo para la conservación, sino también para la constitución de una identidad nacional, de una memoria colectiva, de un pasado compartido.

Sin embargo, cuando las heridas de los conflictos todavía permanecen abiertas, o se encuentran enconadas, se suele echar mano del tópico que dice que la historia la escriben los vencedores, con el propósito de descalificar cualquier versión oficial, y al mismo tiempo invocar el trabajo de historiadores alternativos: tanto de los que pertenecen ideológicamente a distintas perspectivas, como de personas foráneas. Acogiéndose a una pretendida objetividad.

Pero eso es casi imposible: no hay memoria sin persona, y no hay persona sin perspectiva. Todo hecho tiene una interpretación (personal o colectiva, histórica o ideológica), y toda interpretación tiende a convertirse en verdad única, en proporción inversa a la cultura y la capacidad de análisis de quien la contempla.

Por esto, la firma de los acuerdos de paz que conmemoramos esta semana, deberían ser, más que objeto de evocaciones sensibleras u ocasión de reivindicaciones ideológicas, un impulso importante para que los historiadores, los académicos, nos ayuden a conocer mejor de dónde venimos.

La historia, en su pretensión de narrar hechos, no puede al mismo tiempo afirmar una cosa y su contraria. La memoria, por su imposibilidad de ser despersonalizada, no puede escapar a la tentación de emitir juicios de valor sobre lo que recuerda. La tragedia se da cuando en un pueblo se conservan o fomentan memorias dispares con la verdad histórica, o cuando quien dicta la cultura se aferra a la historia "oficial", y termina por violentar la memoria.

Necesitamos evitar la antigua tentación de aliñar el pasado para recomponer el presente. Necesitamos aprender que una de las características de la democracia que pretendemos vivir, es la convivencia de memorias que más que contradictorias son complementarias. Necesitamos seriedad académica, estudio a fondo, perder el temor a encontrar sucesos que contradigan, incluso, la propia percepción de la realidad.

Mientras tanto, hace falta por parte de todos un cierto espíritu crítico, para distinguir quiénes todavía respiran por sus heridas a la hora de hablar del pasado, interpretar el presente, y proponernos el futuro, y quiénes tienen un empeño serio en conjugar memoria e historia, procurando independizarse de rencores e intereses.

*Columnista de El Diario de Hoy.

carlos@mayora.org