Radiografía del populismo

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04 January 2019

El populismo político se escapa alegremente de los encasillamientos de izquierda o de derecha. Puede revestirse de cualquiera de ellos; pero a fin de cuentas termina siendo, simplemente, una herramienta para hacerse con el poder por medio de la manipulación ideológica de los votantes.

En todos los populismos al uso —desde España con Podemos, hasta la peculiar forma de presentar la política que tiene el republicano Trump, pasando por López Obrador y su partido Morena— pueden identificarse pautas comunes que intentaré exponer, sabiendo además que a ese esquema descarnado, cada líder populista le sumaría sus propias notas personales.

El primer paso para cualquier populista que se respete es construir un nuevo sujeto político gregario: los que están hartos de la política partidaria, los excluidos, los indignados, etc. Una vez se demarca esa parte de la ciudadanía, el paso siguiente es identificar a esos pocos con el todo, y hacerlo de tal modo que el líder populista se convierta en el representante de “todos” (unos “todos”, que en realidad son solo una parte, pero que ha logrado identificar con la sociedad en su totalidad).

El final de este primer paso es que la representación democrática que se ejerce por medio de los votos se sustituye por la voluntad del líder populista, pues él “encarna” la solución a todos los problemas de todos los ciudadanos… con lo que se arroga no solo una forma diferente de hacer las cosas, sino una autoridad moral autoconferida, que le autoriza a que cualquier cosa que diga, o haga, esté bien. Y, paralelamente, cualquier cosa que digan o hagan sus opositores, sin mediar ningún discurso racional, está, simplemente, mal.

Si se acepta el planteamiento anterior, no hay nada que pueda objetársele al populista, pues irremediablemente las críticas serán a partir de hechos y razones, que carecen absolutamente de significado para quien se mueve por sentimientos, emociones y odio. Con los secuaces del populista es imposible dialogar. No solo porque son menos pensantes, sino porque sencillamente, no piensan.

Y esta es la segunda característica del populismo político: la vuelta a la tribu, al clan. Un retorno irracional, más aún, antirracional, que obliga a los demás a estar con ellos o contra ellos…

En toda sociedad se dan injusticias, descontentos, exclusiones. El populista lo sabe y por lo mismo, sin entrar en soluciones, le viene muy bien exagerarlos. Sus exacerbaciones hiperbólicas de los problemas (que como no son racionales, frecuentemente son incluso contradictorias), es la tercera característica del populismo. Por este camino se hace el adalid de las minorías y consigue aglutinar desde veteranos de guerra descontentos hasta activistas LGTB… pues lo que importa no son las soluciones, sino los problemas; y, ya se sabe, que de los últimos nunca estaremos escasos.

Así, el populismo se limita a reunir a los descontentos de la sociedad, agitarlos, convencerlos de que padecen una injusticia intolerable orquestada por los partidos políticos tradicionales que tienen la culpa de todos los males habidos y por haber. Y así llegamos a su cuarta característica: la creación de ciudadanos iracundos contra sus enemigos de clase (sin importar que ésta sea política, social, económica, e incluso intelectual).

Entonces ¿qué se osará oponer a la tribu victoriosa azuzada por su líder? Nada. Y lo que se oponga, debe ser echado por tierra, pues ellos sienten profundamente en su interior que tienen —oh paradoja— razón y que, por lo mismo, están autorizados a castigar a los malos, echándolos de las posiciones de poder, al mismo tiempo que encumbran a su líder.

¿Qué pasa una vez se sienta el líder en casa presidencial? A nadie le importa. Logró el poder y eso les basta pues, “como todo el mundo sabe” lo que de verdad era necesario era cambiar las cosas para que la tierra mane leche y miel y todos vivamos en paz.

Ingeniero