Romerito

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28 December 2018

En la empresa de mi padre, Romerito era una institución. Fue su ordenanza por muchísimos años, por lo que la mutua cercanía había establecido entre ellos una relación muy especial, con el respeto debido entre jefe y subalterno, pero con la confianza y el cariño que se gana en base al trato digno y justo en todo momento.

Nadie en la empresa le llamó nunca por su nombre de pila, sino con un afectuoso “don Romerito”. Él, fiel a sus obligaciones, cuidaba celosamente hasta las mínimas posesiones de mi padre; que nadie osara ni siquiera mirar de lejos los periódicos que a diario llegaban, antes de que don Carlos hubiera definido qué anuncios o noticias se iban a recortar para delegar su seguimiento a determinadas personas. Que a nadie se le ocurriera entrar a la oficina de don Carlos en su ausencia; incluso mi hermano y yo, cuando por múltiples motivos lo hacíamos, éramos vigilados con sospecha por Romerito, aunque siempre nos trató con mucha deferencia.

Cuando mis hijos y demás nietos de mi padre visitaban la empresa, Romerito —según sus propias palabras— se convertía en “chino” y se dedicaba a “cundundearlos”. Mis hijos le recordaron siempre como un referente de su ahora lejana infancia.

Mi padre me delegaba para que yo, en su nombre, entregara a Romerito su aguinaldo empresarial, que siempre iba acompañado por un sobrecito personal suyo y otros que mi hermano y yo añadíamos. Cuando lo llamaba para entregárselos, me decía: “Cuánto pisto, niña, muchas gracias; pero, ¿sabe?, nunca fui más feliz ni viví mejor que cuando ganaba quince centavos diarios”.

Porque Romerito, antes de trasladarse a la capital y ascender a ordenanza, había desempeñado diferentes oficios en su pueblo originario. Y, claro, yo le preguntaba por qué decía eso. “Porque entonces todo era barato, niña. Pero, principalmente, porque la gente era buena, no como ahora”.

Esa escena se repitió cada diciembre por muchos años. Cuando mi padre murió, Romerito nos pidió su retiro. “Es que sin don Carlos no es lo mismo, niña”, me dijo. Y un par de años después, en septiembre, Romerito también falleció.

Hago este recuerdo en esta época, porque ya en la Década de los Setentas, Romerito se quejaba de que la gente no era buena. Y estalló y finalizó la guerra que nos hizo retroceder muchos lustros y ahora, en el Siglo XXI, las cosas no han mejorado.

La gente se queja de que los salarios no alcanzan, piden todo de gratis, no hay solidaridad con el prójimo precisamente porque conocemos el precio de todo, pero ignoramos el valor de lo que nos rodea. Los aguinaldos fueron gastados con antelación, la vida de muchos salvadoreños no mejora porque solamente crecen en deudas, no en superación personal.

Es momento para recordar a todos nuestros seres queridos y agradecer lo mucho que de ellos hemos recibido. Gracias, Romerito. Y también de pensar que debemos cambiar nuestra mentalidad para dar un giro diferente a nuestras actitudes. Mejorando cada uno de nosotros es como cambiaremos a El Salvador.

Que el Divino Salvador del Mundo nos ayude y nos dé la sabiduría de elegir en 2019 a quienes dirigirán nuestro país hacia el bien, inspirándonos a ser buenos de nuevo, alejándonos del odio, la mentira, la corrupción, etc. Así sea.

Empresaria