Los límites de lo trans

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28 December 2018

En estos tiempos es cada vez más conveniente pertenecer a una (o varias, mejor) minorías. Si, además, la minoría a la que uno se acoge ha sido discriminada históricamente, te garantiza mejores privilegios: se cuenta con voz, cobertura mediática, trato legal de preferencia, etc.

Por contraste, pertenecer a las mayorías parece ser que está cada vez peor visto. Ser blanco, heterosexual, educado, etc., haría como que emanara un cierto tufillo de superioridad que descalifica de entrada a quien pueda ser encasillado en esas categorías.

No es de extrañar que haya rechazo de algunos “influencers” a parecer lo que son: mujeres blancas, hombres heterosexuales, y que modifiquen estéticamente (ahora cada vez más parecer es ser) sus rasgos para ser más “cool”, y ser estimados como pertenecientes a una de las minorías más apetecidas.

Se ha llegado, incluso, a acuñar un término despectivo “blackfish” (una especie de estafa genética) para las mujeres blancas que modifican su aspecto fingiendo algunos de los rasgos étnicos de las mujeres afroamericanas.

Cuando se empieza a renegar de lo que uno es y se pretende a como dé lugar aparentar lo que no se es, tanto en el terreno de la sexualidad como en el de la raza, o incluso en el de la edad —condiciones determinadas genéticamente y moldeadas culturalmente—, las cosas tienden a enredarse.

Comentando esta realidad actual, se ha escrito: “En estos tiempos de política y cultura identitarias, cada minoría defiende con uñas y dientes el territorio de su diferencia. Así como cada vez más feministas ven en las pretensiones de mujeres “trans” un nuevo intento masculino de invadir su territorio, las aspirantes a “influencers” negras descalifican a las blancas que quieren pasar por negras. Las acusan de pretender pasar por negras con un simple cambio exterior, sin tener su cultura identitaria ni haber sufrido la discriminación”.

Esto de querer pasar por ser de una raza distinta de la que a uno le tocó genéticamente ha causado bastante revuelo… sin embargo, el deseo de ser “trans”, en sí mismo, es cada vez más polémico: mientras en algunas culturas la transexualidad está bien vista, al mismo tiempo la transetnicidad es rechazada. Como si estuviera bien poder elegir ser hombre o mujer, mientras estaría mal elegir vestirse, comportarse y reclamar derechos legales que pertenecen a otra etnia. Por no decir nada de la segura negación que se recibe si una persona pretendiera llegar al registro civil y quitarse o añadirse años, para tener una edad cultural diferente de su edad cronológica.

Tal como le ocurrió a un ciudadano holandés llamado Emile Ratelband, quien a pesar de haber venido al mundo hace sesenta y nueve años, se sentía tan bien de salud que rechazó la jubilación, así que interpuso una demanda en los tribunales para que le quitaran veinte años de un plumazo y poder acomodar “su” realidad (la que él siente), a “la” realidad (como lo sienten las demás personas y el sistema legal de su país).

Cargado de sentido común, argumentaba: “Si los transexuales pueden cambiar de género y que conste en el pasaporte, ¿por qué no de edad?”. Además, continuaba, “él se siente atrapado en una edad que no le corresponde fisiológicamente y eso es motivo de sufrimiento. Se siente discriminado por su edad a la hora de aspirar a un empleo, o de buscar pareja en las redes sociales”.

Como era de esperarse, su petición fue rechazada por la progresista Holanda. El tribunal dictaminó que Ratelband “es muy libre de sentirse 20 años más joven de su edad real y de actuar en consecuencia”, pero las complicaciones sociales que se derivarían de que cada uno escogiera su edad serían tan articuladas, que mejor echaron mano de la biología para que imponga su realidad por encima del sentimiento.

Periodista