Su victoria es inevitable, ¿o no?

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27 December 2018

A un mes de las elecciones, todo apunta a que le toca ganar la presidencia. Las probabilidades le favorecen y hay, además de las encuestas, un contexto que apunta a que aun un tanto lejos de la elección, ya se conoce al presidente electo.

Le toca, murmura la gente en los taxis, los pasillos del supermercado, las principales plazas. Se respira un aire de certeza.

Las últimas encuestas respetables lo colocan a al menos diez puntos porcentuales —si no un tanto más— de su más cercano competidor y bastante más alejado del tercer lugar. Y las encuestas por encargo, elaboradas por amigos, le dan el triunfo en primera vuelta. Es posible que no lo logre, pero las mediciones parecen coincidir en que este candidato se pondrá en algunos meses la banda presidencial.

Su estrategia ha sido tratar de capturar el voto metropolitano, cada vez menos leal a otros partidos y el triunfo luce posible, probable, inevitable. “Ya le toca”, sigue repitiendo la gente.

Envalentonado, ha hecho propias estas consignas y abandera el lema de un triunfo inminente. Además compara su victoria con una victoria de un país entero, harto de todo lo que no se parezca a él. La emoción provocada por su campaña le ha permitido alejarse un poco de tener que ofrecer propuestas. Tampoco es que sus rivales estén diagnosticando y prometiendo con rigor académico las salidas a los principales problemas del país, pero él se ha permitido no ensuciarse tanto con las incómodas preguntas que resultan de atreverse a proponer demasiado. Ha sido lento y cauteloso al proponer, pero veloz en lanzar acusaciones a sus rivales. Además, extremadamente hábil en el mercadeo político. En resumen: entusiasmo por aquí y por allá.

No todo ha sido miel sobre hojuelas en su campaña. Además de la inminencia de su victoria, otro mensaje fundamental es atacar la corrupción del pasado y los actores de siempre, las cuales —recuerda— llevan gobernando bastantes años. El candidato lleva meses advirtiéndole a la gente que “los culpables de esta crisis” pedirán el voto y les llama a no equivocarse. Sin embargo, una inspección cuidadosa de sus alianzas recientes nos muestra que el candidato ha estado muy cerca de los corruptos a los que acusa. Incluso se ha montado en estructuras que estos armaron cuando gobernaron. Además se advierte su mesianismo y vanidad.

Es evidente, el fanatismo está cayendo y ya lucieron en sus mítines algunos carteles que hacen referencia a que él equivale al pasado: una pancarta incluso decía “No quiero un gobierno ‘copy-paste’”. Detrás del entusiasmo está la conciencia de que una institucionalidad fuerte y una sociedad civil atenta podrían debilitar su aparentemente sólido proyecto político. Su techo parece ser de vidrio, sus propuestas un tanto pobres, pero su victoria luce inevitable, ¿verdad? “Le toca”, repiten. Todo el bando rojo, el partido que encabeza, sigue optimista.

Adelantemos la película: pasado el día de la elección, algo salió mal. El triunfalismo se transformó en confusa derrota. El electorado leyó las alertas que el pasado del candidato provocaban y lo lanzó a un frío tercer lugar. Y años después, está en el banquillo de los acusados por diversos delitos vinculados a la administración pública. El castillo de naipes se derribó a quien se puso anticipadamente la banda presidencial y “quemó —como diríamos aquí— todos sus cohetes antes de las doce”.

Esta historia no sucede en el presente, tampoco en El Salvador. Este es un brevísimo recorrido de la campaña de Manuel Baldizón, candidato presidencial en Guatemala en 2015, a quien pese a todas las señales “no le tocó” (obtuvo un pírrico 19.64 % en primera vuelta). Me dieron unas espontáneas ganas de contarles esto. Disculpen.

Politólogo y periodista