Contraindicado para pedantes

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23 December 2018

Con el cristianismo sucede que es una gozosa noticia envuelta en paradojas, justo como un Bebé al que sus padres cubren con pañales. Históricamente se inaugura mediante el ordinario nacimiento de un niño, al que rodean misterios singulares que no salen más allá de los límites de un pequeño poblado del Oriente Medio; doctrinalmente inicia su consolidación, 33 años después, con la muerte trágica e ignominiosa de este mismo Niño, pero rodeado por la hostilidad visible de una sociedad a la que incomodaban sus enseñanzas.

El Nacimiento precario de este infante que luego se llamará Cristo tiene las graciosas características del cuento de hadas, pero difiere del cuento de hadas en que ningún narrador lo habría ideado para convencer a sus lectores de que Dios había tomado carne humana. Este hipotético narrador, además, se habría abstenido de inventar algo así en una época tan contraria a semejantes imágenes. La ortodoxia judía ni siquiera identificaba a su propio Mesías como una encarnación divina; los musulmanes, varios siglos adelante, rechazarán por blasfema la sola referencia a tal “rebajamiento” de Dios. Ni antes ni después de Cristo hubo razones para creer que el cristianismo iba a tener futuro.

¿Por qué entonces una doctrina que nace como sacrilegio termina convirtiéndose en un parteaguas para la humanidad entera? Si nos permitimos un poquito de imaginación literaria, diremos como mínimo que la historia de Jesús es el disparate más exitoso de todos los tiempos. Y si dejamos que el espíritu se expanda por otros derroteros, ofreciéndole las alas de la pureza infantil, hallaremos que aquel humilde natalicio en Belén posee más respuestas que cualquier sistema filosófico o ideológico.

El cristianismo ofrece un cauce razonable a la intuición humana: no descarrila el misterio, sino que le otorga nuevos sentidos; acepta el claroscuro y hasta escoge la contradicción, pero para que la suma de esos aparentes contrastes, como ríos que nacen separados, desemboque en un océano de luminosa coherencia. Si la trayectoria y las fórmulas de esta doctrina constituyen un embuste, hemos de admitir las cualidades únicas de este embuste, porque los embaucados tuvieron siempre a mano las evidencias necesarias para confirmar que un niño envuelto en pañales jamás había sido Dios.

Son incontables los escépticos que dudan del origen de una religión que no tenía fuerzas para sobrevivir a su propio fundador, crucificado entre ladrones. Más incontables debieran ser las explicaciones sobre las causas que hicieron de esa cruz terrible un símbolo de liberación para tantas personas y en épocas tan distintas. Porque ser escéptico ante un crucificado que reclama ser Dios es algo que puede entenderse; pero permanecer escéptico ante la falta de razones para el avance histórico de una doctrina que hace de la cruz su tarjeta de identificación es, con perdón, una injustificable comodidad.

La idea de este Dios que baja a vivir entre sus criaturas impregna de optimismo el mundo. Y lo hace, claro está, porque si Dios ama tanto a sus criaturas como para “vestir” sus pobres carnes, en realidad está diciéndonos que nuestra miseria puede elevarse, pero a condición de aceptar primero la renuncia que esa elevación entraña. Un bebé en una cuna de paja es la sincera apuesta del cristianismo por la victoria que ningún pensador, anterior o posterior a Cristo, obtuvo con categórico éxito sobre la propia soberbia. A todo hombre le es posible ser sencillo; solo a Dios correspondía encarnar la sencillez.

“La vida no es ilógica”, escribió Chesterton, “pero es una trampa para los lógicos”. Algo muy similar cabe decir de la fe cristiana. La lección de cada pesebre es la paradoja definitiva de la humildad, pues a través de esta última se ilumina mejor la existencia. Por eso, en Navidad, los lienzos para envolver al Crucificado adquieren el tamaño y la suavidad de los pañales con que se abrigan a los recién nacidos. La luz también es grande por la infinita sombra que disipa.

Escritor