Ferrocarril de los Altos

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23 December 2018

La afición por escuchar marimba es un gusto adquirido. En lo particular, lo aprendí de mi padre. Cuando hacíamos paseos familiares, ponía sus casetes con música de marimba, en el prodigio tecnológico que era la casetera instalada en su carro. En esos paseos, la familia escuchaba esas maderas que emitían sonidos mágicos, llenos de nostalgia, que evocaban épocas ya pasadas. Pero hay una melodía que, en mi mente, siempre estará amarrada al recuerdo de mi padre: el Ferrocarril de los Altos.

Todo ocurrió así: Había finalizado el segundo grado de primaria y la señorita Toyita me había entregado el certificado de notas, el cual anunciaba, urbi et orbi, que había pasado a tercer grado en el Liceo Salvadoreño. Mi padre, en un arranque de amor paternal, me había prometido que, si pasaba el grado con buenas notas, me llevaría a Guatemala a comprar mi regalo de Navidad.

A fuerza de ser sinceros, creo que a mi papá se le había olvidado la promesa, por lo que cuando solicité, con muy poca contenida emoción, el cumplimento del ofrecimiento; me miró calculando todos los pagos que iba a tener que posponer, para llevar a esa imberbe criatura a un presupuestariamente desequilibrante viaje al país de las champurradas.

El soñado día del viaje llegó. Llegamos a la terminal de buses de Occidente para tomar el armatoste que nos llevaría a Guatemala. La verdad es que, para mí, ir en ese bus, sentado a la par de mi padre —un hombre a quien yo admiraba— me supo a gloria. Ni un viaje en primera clase en un Boeing me hubiera brindado más placer.

Lo próximo que recuerdo es haber tomado un taxi desde el hotel hacia un lugar que revestía cualidades casi mágicas: el Comisariato de Guatemala. Para los que nunca lo conocieron, el Comisariato era un almacén gigantesco, a donde compraban los militares guatemaltecos y sus familias. Obviamente, un lugar privilegiado —como lo era todo lo que tenían los militares centroamericanos durante la década de los ochentas— a donde la palabra “abundancia” realmente se quedaba corta.

Cuando llegué a la sección de los juguetes, casi me da un síncope. Eran tantos y tan bonitos que realmente no sabía qué escoger. Veía, cogía, manoseaba y volvía a poner en el estante, indeciso. Finalmente, no sé por qué, escogí de regalo un traje de centurión romano: casco gris con una crin roja, pechera, escudo y espada con su funda. Viendo fotos del momento, y siendo tan delgado como era, más que soldado romano, parecía una escoba puesta al revés. Ese día, de emocionado que estaba, dormí con el traje puesto.

Al día siguiente, desayunando frijolitos negros chapines, acompañados de deliciosas tortillas delgaditas recién hechas, una marimba sonaba en el lugar tocando el “Ferrocarril de los Altos”. Mi padre, al verme concentrado en la melodía, me explicó que el autor, Román Domingo Bethancourt Mazariegos, se había inspirado para componerla en el tren que conectaba Retalhuleu con Quezaltenango.

La verdad es que el bello sonido de esa melodía, que como aroma brotaba de esa mágica marimba, me embriagó de dulzura y nostalgia, lo cual, unido a tan especial momento, hizo que esa música quedara grabada como fuego en mi mente. Esos sonidos me mantienen unido al recuerdo de mi padre, a pesar de haber pasado varias décadas desde su muerte.

Es curioso lo que la mente recuerda y lo que olvida. No soy psicólogo y, por lo tanto, no sé explicar los complicados mecanismos de selección de recuerdos, pero lo cierto es que, cada vez que escucho el Ferrocarril de los Altos, me remonto a una época en la que mi único oficio era ser feliz. Esta Nochebuena volveré a tocar esa melodía, para poder decir en mi corazón: “Feliz Navidad, papá”.

Abogado, máster en Leyes

@MaxMojica