Un cuento de Navidad

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21 December 2018

Estaban al fondo del pasillo, acurrucados, silenciosos, tranquilos. Dos adolescentes que en otras circunstancias pasarían inadvertidos. A su alrededor la gente intentaba hacer de tripas corazón, y se daban ánimos mutuamente para encontrar en su propia voz la esperanza que faltaba en sus corazones. Hacía poco habían pasado repartiendo un poco de frijoles y unas cuantas tortillas, a modo de cena. Algunos habían logrado comprar un pedacito de queso o algún aguacate para completar la frugal comida y ahora se preparaban para pasar la noche.

Se notaba que ella tenía varios meses de embarazo. Algunas de las mujeres de la caravana la miraban con buenos ojos, pero también había otras que pensaban que era una locura caminar tantos kilómetros con una criatura... “A saber de qué está escapando”, decían. Quizá recordando las terribles historias de extorsión, asesinatos, inseguridad, o simplemente de escasez de trabajo que había hecho a cada una tomar la decisión de enrumbar hacia el norte.

A los hombres les inspiraba respeto y ternura, quizá porque estaba siempre alegre y era una gran conversadora. Aunque, si uno se fijaba mejor, en realidad era una cipota modesta, que más que hablar ponía los cinco sentidos en las pláticas porque se olvidaba de ella misma cuando los demás, animados por el brillo de su mirada, le confiaban sus ilusiones, esperanzas y penas; pero, sobre todo porque se entusiasmaba y sonreía con franqueza si le hablaban de sus familias: las que habían dejado en el terruño, o con las que se iban a encontrar en Estados Unidos.

El cipote era solo un adolescente, pero todos se daban cuenta de que quería de verdad a su esposa (lucían unas sencillas alianzas en sus manos, y se trataban con sencillez y cariño). Además, durante las largas marchas y dilatadas esperas, se preocupaba por atender las necesidades de otros migrantes: les ayudaba a reparar sus mochilas, a conseguir un poco más de comida para un enfermo, y otros servicios pequeños pero de mucho valor para quien los recibía. A una señora le había conseguido unas cobijas para poder abrigarse, y a una niña que lloraba afligida —Jocelyn, se llamaba— le había acompañado toda la tarde hasta encontrar entre la multitud a su mamá, a quien le dieron una inmensa alegría.

Faltaban, decían los guías, solo un par de días para llegar a la frontera. La noticia había llenado de angustia a muchos pues estaba por llegar “la hora de la verdad”. Los rumores y noticias inventadas contribuían a sembrar incertidumbre: ya no estaban tan seguros de lograr su objetivo, como cuando hace semanas emprendieron la marcha. Sin embargo… todos sentían que habían hecho lo correcto: mejor tratar y fracasar, que no haberlo intentado. Además, todos tenían algo o alguien que los esperaba del otro lado del muro: un sueño, una esperanza, un esposo, hijos, hermanos. Una vez pasaran, la preocupación quedaría atrás, y las puertas de la oportunidad estarían de nuevo abiertas.

Jocelyn se les acercó y les ofreció unos tamales y un “retrato” de ellos, que había pintado con agradecimiento en un trozo de papel. Ella aceptó la comida con amabilidad y le dio las gracias. Antes de que pudiera haberle dado algo a su esposo, la chiquilla les dijo, tímidamente: Dice mi mamá que para dónde se van a ir cuando crucemos, que si no tienen a alguien quisiera que se fueran con nosotras, donde mi abuelito Herminio, que vive en Los Ángeles… Él le acarició la mejilla con delicadeza y le respondió: Decile a tu mamá que muchas gracias, que sí tenemos dónde ir (mientras cruzaba un mirada de complicidad con su esposa y ella le asentía con dulzura)… decile que, como todos los años, siempre acompañamos a la gente que se pasa y después nos vamos para Belén...

Ingeniero

@carlosmayorare