Mascotas

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16 December 2018

La única petición consistente que quedó siempre pendiente en mi carta al Niño Dios fue la de tener un perrito. No es que fueramos una casa antimascotas. Es que éramos ocho hermanos y, bueno, tampoco daba para estirarlo tantísimo el presupuesto familiar. Por eso siempre se optó por las versiones más autosuficientes en el mundo mascotil: múltiples tortugas que gozaban de niveles altísimos de libertad de circulación en nuestro jardín, pero niveles bajísimos de carisma. Aparecían muy de vez en cuando, y solo para medio mascar una tortilla al tiempo que les hubiéramos dejado. Les habría traído sin cuidado saber si tenían nombre o no, o cual era. Tuvimos una serie de chontes, el más célebre llamándose Bartolo. Nos regaló el privilegio de limpiarle el diario defecado del suelo de su jaula por años, pero sus contribuciones a la vida familiar eran más bien nulas.



Estaban también las mascotas no-solicitadas, como quizás la decena de pollitos enfermos recibidos como regalito de primeras comuniones a las que asistimos. Muchos no sobrevivieron el cariño cavernícola al que, con las limitaciones de la corta edad, los sometíamos con las mejores intenciones pero la peor delicadeza. O las mascotas forzadas o invasoras, como el par de tacuacines que más de alguna vez se colaron en la casa para robarse comida o intentar pasar inadvertidos de entre una pila de peluches, o los gatos del vecindario con una extraña fijación en librar una guerra de orines contra la alfombra de entrada de mi mamá, guerra para la que la pobre alfombra se encontraba completamente en desventaja. Pero nunca un perrito.



Y en mi situación actual, a pesar de que al fin el Niño Dios podría traerme cualquier cosa (mientras alcance el aguinaldo), no creo que todavía le pediría un perrito. Primero, porque creo que gran parte de la crueldad animal a veces se deriva de las buenas intenciones de querer adoptar un compromiso serio de tiempo y esfuerzo, antes de contar con la estabilidad geográfica y financiera que cuidar de un perro requiere. Segundo, porque para bien o para mal, los estándares de la industria mascotil han convertido la adopción de perros en una adopción de estatus, volviéndolo en varios países una inversión monetaria casi tan empinada como tener hijos. Solo hace falta darse una vuelta por las redes sociales para ver que muchos perritos tienen más suerte, en lo que a acceso se refiere, de gozar de salud, ropa (sí, ¡ropa!), comida, y cariño que le falta a muchísimos niños de nuestros países en desarrollo.



Siempre me ha molestado el argumento pobre de que la atención o importancia que se le da a los perros necesariamente implica un déficit en la atención que le damos a otros seres humanos, como si las personas fuéramos incapaces de la complejidad de apreciar y priorizar más de una cosa al mismo tiempo. Como si el cariño y la atención fueran un juego suma cero, cuando en realidad, una de las ventajas de cuidar desinteresadamente de una mascota es que nos hace mejores seres humanos. Sí, los perros (y más de alguna persona diría que también los gatos, pero eso sería entrar en materia indebatible), que no son seres humanos, quizás tienen la capacidad de humanizarnos un poquito más. De enseñarnos lecciones de lealtad, y de darnos la oportunidad de aprender, en familia, responsabilidades y cuido desinteresado.



Que haya familias que siguen cuidando de mascotas, da esperanza. Significa que la gente no ha perdido las ganas de cuidar y querer a otro ser vivo, con ningún otro fin más que el de cuidar y querer a otro ser vivo, sin esperar trascendencia alguna. Somos una de las pocas especies que adoptan a otras especies con ese fin. Y eso, es un excelente recordatorio de que algo de bueno tenemos.



Lic. en Derecho de ESEN con maestría en Políticas Públicas de Georgetown University.

@crislopezg