Insulta, que algo queda…

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14 December 2018

Si las discusiones políticas se mantienen en la irracionalidad, es absurdo que se pretenda llamarlas discusiones; sin embargo. se dan. Pues hay quienes que, al serles imposible exponer las propias ideas —simplemente porque no tienen— al discutir no les queda más remedio que el ataque personal, la descalificación del contrario: el insulto.

Es comprensible: sin principios, sin ideas, sin doctrina política, lo único que a una persona le queda para promoverse es su imagen personal, esa que se ha forjado a fuerza de repetir incesablemente que tiene cualidades que no posee, o la que sus asesores proyectan propagandísticamente y que debe ser mantenida a toda costa. Entonces, si les dicen verdades incómodas o les exponen hechos cuya existencia es irrefutable, recurren a la única defensa posible, al ataque personal al contrario.

Cuando las personas carecen de principios y/o ideas, es natural que crean que los cuestionamientos son ataques a su imagen y que piensen que la única réplica posible consiste en agresiones a la reputación del contrincante, ya que simplemente son incapaces de entender que las ideas deberían contrastarse con ideas, exponer sus consecuencias, mostrarse.

Hasta aquí, una conclusión podría ser que, cuando una persona recurre a insultar, denigrar, echar mano de la ironía, es señal clara de que carece de principios que defender, y por ello no es ni siquiera capaz de comprender en qué terreno se le está cuestionando. El insulto y la matonería encantan al vulgo y le hacen “popular”, amén de que le da alas para seguir en esa línea de actuación.

Esta manera de hacer no admite zonas intermedias, terceras vías. De hecho divide a la gente en dos bandos bien identificados: ellos y nosotros. Divide, polariza, hace viscerales las relaciones humanas. Quita el foco a las ideas y argumentos y lo pone en los ataques personales.

En el fondo responde a una concepción determinada de la política: para los que quieren a toda costa el poder por el poder, es un medio de autoafirmarse y promoverse; mientras que para otros, los que logran dar el salto de políticos a estadistas, la política es, de verdad, ocasión de servir y hacer mejor el país que aman. Unos insultan y denigran, otros proponen y trabajan.

Para el que sale de su casa cada día con la incertidumbre de si lo van a asaltar o no, para quien no llega a fin de mes reiteradamente, o para el que por más que hace no encuentra un medio digno de sacar adelante a su familia, contemplar la andanada de insultos que un político determinado dedica a su rival, le representa algo así como una función de circo. Le divierte un rato y luego se acuerda de que tiene que ganarse la vida. Para ellos es más relevante que no haya agua en su casa desde hace meses (y se la sigan cobrando), a que haya un demagogo preñando su discurso de promesas populistas e insultos al contrario.

No podemos extrañarnos de que, en buena parte, la responsabilidad de haber minado seriamente la confianza de la gente en la democracia caiga directamente en los políticos que sistemáticamente vacían la política de contenidos y recurren a insultos. Consiguen que los electores dejen de buscar ideas y propuestas, y se contenten con apostarle al insultador más creativo, o al irresponsable más “cool”.

Aparte de lo anecdótico, una segunda conclusión es que ese tipo de políticos son un peligro inminente —el caso paradigmático es Venezuela: son los constructores de “totalitarismos democráticos”, sistemas de gobierno construidos a fuerza de votos y presididos por insultadores profesionales que dividen las sociedades por medio del odio, separan a los ciudadanos en “buenos” y “malos” y encantan a los votantes con un discurso ingenioso, chispeante y vacío… con el que logran venderle a la gente la misma cuerda con la que, tarde o temprano, terminará ahorcándose a sí mismos.

Ingeniero

@carlosmayorare